lunes, 30 de noviembre de 2009

Leyenda Colombiana "Juan Machete"

Considerable como una de las leyendas más conocidas del llano. Cuenta la vida del hombre que quería ser el más poderoso de la región, su nombre era Juan Francisco Ortiz, amo y señor de las tierras de la Macarena. Este señor hizo un pacto con el diablo en el cual le entregaba su mujer e hijos, a cambio de mucho dinero, ganado y tierras.

El diablo le dijo a Juan que agarrara un sapo y una gallina, a los cuales debería coserle los ojos y enterrarlos vivos un Viernes Santo a las doce de la noche, en un lugar apartado, luego debería invocar el alma y el corazón. Juan cumplió con lo encomendado. Pasando varios días, el hombre se dió cuenta que los negocios prosperaban.

Una madrugada se levantó temprano, y al ensillar su caballo divisó un imponente toro negro, con los cuatro cascos y los dos cachos blancos. Pasó este hecho desapercibido y se fué a trabajar como de costumbre.

En la tarde regresó de la faena y observó que el toro todavía se encontraba merodeando la casa. Pensó "será de algún vecino". Al otro día lo despertó el alboroto causado por los animales, se imaginó que la causa podía ser el toro negro. Trató de sacarlo de su territorio, pero esto no fue posible porque ningún rejo aguanto.

Cansado y preocupado con el extraño incidente se acostó, pero a las doce de la noche fue despertado por un imponente bramido. Al llegar al potrero se dió cuenta que miles de reces pastaban de un lado a otro. Su riqueza aumentó cada vez más. Dice la leyenda durante muchos años fue el hombre más rico de la región.

Hasta que un día misteriosamente empezó a desaparecer el ganado y a disminuir su fortuna hasta quedar en la miseria. Se dice que Juan Machete después de cumplir su pacto con el diablo, arrepentido enterró la pata que le quedaba y desapareció en las entrañas de la selva.

Cuenta la leyenda que en las tierras de la marraneras deambula un hombre vomitando fuego e impidiendo que se desentierre el dinero de Juan Machete.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Leyenda "El Dorado"

Esta leyenda colombiana es una de las más conocidas por su vinculación con la conquista de América. Los conquistadores españoles buscaban un país legendario famoso por sus incalculables riquezas (El Dorado). El origen de esta creencia reside en la ceremonia de consagración de los nuevos Zipas.

En el hermoso país de los Muiscas, hace mucho tiempo, todo estaba listo para un acontecimiento: la coronación del nuevo Zipa, gobernador y cacique.

La laguna de Guatavita, escenario natural y sagrado del acontecimiento lucía su superficie tranquila y cristalina como una gigantesca esmeralda, engastada entre hermosos cerros. Las laderas, con tupidos helechos, mostraban botones dorados de chisacá, chusques trenzados como arcos triunfales, sietecueros y fragantes moras. El digital, como un hermoso racimo de campanitas, matizaba de morado el paisaje; el diente de león, cual frágil burbuja, arrojaba al viento sus diminutos paracaídas para perpetuar el milagro de su conservación y los abutilones de colores rojos y amarillos sumaban al concierto de belleza natural, el diminuto y tornasolado colibrí, su comensal permanente.

Gran agitación reinaba en Bacatá, vivienda del Zipa; la población entera asistiría al singular acontecimiento en alborozada procesión hasta la laguna sagrada portando relucientes joyas de oro, esmeraldas, primorosas vasijas y mantas artísticamente tejidas, para ofrendar a Chibchacum, su dios supremo, a la diosa de las aguas, Badini y a su nuevo soberano.

Las mujeres habían preparado con anticipación abundante comida a base de doradas mazorcas y del vino extraído del fermento del maíz con el que festejaban todos los acontecimientos principales de su vida. Todo sería transportado en vasijas de diferentes formas y tamaños, elaboradas con paciencia y esmero por los alfareros de Ráquira, Tinjacá, y Tocancipá y también en cestos de palma tejida.

Por fin, llegó el gran día. El joven heredero acompañado de su séquito, compuesto por sacerdotes, guerreros y nobleza, encabezaba la procesión. Sereno y majestuoso, su cuerpo de armoniosas proporciones se mostraba fuerte para la guerra; su piel color canela tenía una cierta palidez, resultado del riguroso ayuno que había realizado para purificar su cuerpo y su alma y así implorar a los dioses justicia, bondad y sabiduría para gobernar a su pueblo.

Marchaban al son acompasado de los tambores, de los fotutos y de los caracoles. Lentamente, se iban alejando de los cerros y del cercado de los Zipas, para aproximarse a la espléndida laguna de Guatavita. Allí, con alegres cantos, la muchedumbre se congregó para presenciar el magnífico espectáculo.

El sacerdote del lugar, ataviado con sobrio ropaje y multicolores plumas, impuso silencio a la población con un enérgico movimiento de sus brazos extendidos. De piel cobriza y carnes magras por los prolongados ayunos, el sacerdote era temido y reverenciado por el pueblo; era el mediador entre los hombres y sus dioses, quien realizaba las ofrendas y rogativas y quien curaba los males del cuerpo con sus rezos y la ayuda de plantas mágicas.

El futuro Zipa fue despojado de las ropas y su cuerpo untado con trementina, sustancia pegajosa, para que se fijara el oro en polvo con que lo recubrían constantemente.

No se escuchaba un solo sonido; era tal la solemnidad del momento, que sólo se oía el croar de las ranas, animales sagrados para ellos, los gorjeos de los pájaros y el veloz correr de los venados.

El ungido parecía una estatua de oro: su espléndido cuerpo cuidadosamente cubierto con el noble metal, despedía reflejos al ser tocado por los rayos del sol. Cuando hubo terminado el recubrimiento, subió con los principales de la corte sobre una gran balsa oval, hecha íntegramente en oro por los orfebres de Guatavita.

La balsa se deslizó suavemente hacia el centro de la laguna. Fue allí cuando, después de invocar a la diosa de las aguas y a los dioses protectores, el heredero se zambulló en las profundidades; pasaron unos segundos en los que solamente se veían los círculos del agua donde se había hundido; todo el pueblo contuvo la respiración, el tiempo pareció detenerse; por fin, emergió triunfal y solemne el nuevo monarca; el baño ritual lo consagraba como cacique.

Gritos de júbilo y cantos acompañaron su aparición y uno a uno, los súbditos arrojaron sus ofrendas a la laguna: figuras de oro, pulseras, coronas, collares, alfileres, pectorales, vasijas huecas con formas humanas, llenas de esmeraldas; cántaros y jarras de barro. El cacique, a su vez, junto con su séquito, realizó abundantes ofrecimientos de los mismos materiales, pero en mayor cantidad.

La balsa retornó a la orilla en medio del clamor general. Tenían ahora un nuevo cacique, quien debería gobernar según las sabias normas del legendario antecesor y legislador Nemequene, basadas en el amor y la destreza en el trabajo y las artesanías, en el valor y el honor durante la guerra; en la honradez, la justicia y la disciplina.

Se iniciaron competencias de juegos y carreras; el ganador era premiado con hermosas mantas. Se cantó y se bailó durante tres días seguidos, que eran los consagrados a la celebración. Los sones de los tambores y pitos retumbaban en las montañas y centenares de indígenas seguían el ritmo en danzas tranquilas y acompasadas, o frenéticas y alocadas.

Pasados los días de los festejos, de la bebida y de la comida abundante, retornó el pueblo a sus actividades cotidianas: los agricultores a continuar vigilando y cuidando sus labranzas; los artesanos del oro, a las labores de orfebrería; los alfareros, a la confección de ollas y vasijas, después de buscar el barro adecuado en vetas especiales; otros a la explotación de las minas de sal y de esmeraldas; y la mayoría al comercio, pues era ésta su actividad principal. Las mujeres al cuidado de los hijos, a recoger la cosecha, a cocinar, a hilar y a tejer.

Así, en este orden y placidez transcurrirían los días, hasta que una guerra, una enfermedad o la vejez, los privara de su monarca y fuera necesario realizar de nuevo la ceremonia del Dorado para ungir un nuevo cacique. Este debería continuar gobernando con prudencia y sabiduría al pueblo y su fértil y verde país, rodeado de hermosa vegetación y de cristalinas corrientes de agua

VOCABULARIO

Bacatá: Bogotá.
Chisacá: Flor amarilla de los potreros.
Digital: Planta de flores purpúreas, que tienen forma de dedal.
Guatavita: Población de Colombia. Cundinamarca.
Muisca: Pueblo indio, de la familia lingüística chibcha, que habitaba en Colombia, en las altiplanicies de la Cordillera Oriental (Boyacá, Cundinamarca y un extremo de Santander). Cuando llegaron los españoles a estas tierras, formaba varios estados independientes y dos caciques se disputaban la hegemonía: el Zipa de Bacatá (Bogotá) y el Zaque de Hunsa (Tunja). Los Muiscas, cuya cultura tenía mucha afinidad con la incaica, se dedicaban a la agricultura, eran notables alfareros y fabricaban gran variedad de joyas y curiosas figuras de oro y cobre, hechas en láminas de metal. Su culto consistía en la adoración de los astros, de Bochica, su héroe civilizador y en la veneración de sus antepasados. Fueron fácilmente dominados por los españoles y sus descendientes son, en su mayoría, agricultores.
Pectoral: Adorno suspendido o fijado en el pecho.
Sietecueros: Planta melastomácea americana.
Zipa: Nombre de los caciques muiscas de Bogotá.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Leyenda Colombiana "El Cazador"

Vivía en tiempos de la Colonia un hombre cuya entretención y oficio cotidiano era la "cacería". Para él no había fiestas profanas ni religiosas; no había reunión de amigos ni paseos; nada le entretenía tanto como salir a "cazar" venados al toque de la oración, en los bosquecillos aledaños; borugos a la orilla del río por entre los guaduales; los guacos, chorolas, guacharacas y chilacoas por los montes cercanos a los pantanos, ciénagas y lagunas. El producto de la cacería constituía el sustento de la familia y su único negocio

En aquel caserío tenían una capilla donde celebraban las ceremonias más solemnes del calendario religioso. Tenía unas ventanas bajas y anchas que dejaban ver el panorama y para que el aire fuera el purificador del ambiente en las grandes festividades.

Llegó la celebración de la Semana Santa. Los fieles apretujados llenaban la capilla, oyendo con atención el sermón de "las siete palabras". Los feligreses estaban conmovidos. Reinaba el silencio... apenas se percibían los sollozos de los pecadores arrepentidos y los golpes de pecho.

Allí estaba el cazador, en actitud reverente, uniendo sus plegarias a las del Ministro de Dios, que en elocución persuasiva y laudatoria hacía inclinar las cabezas respetuosamente.

De pronto, como tentación satánica, entró un airecillo que le hizo levantar la cabeza y mirar hacia la ventana. Por ella vio, pastando en el prado, un venado manso y hermoso. Que maravilla! Esto era como un regalo del cielo! estaba a su alcance... a pocos pasos de distancia. Rápido salió por entre la multitud en dirección a su cabaña.

Fue tanta la emoción del hallazgo que no se acordó del momento grandioso que significa para los cristianos el día de Viernes Santo. Tampoco se fijó en el momento sagrado de la pasión de Cristo. Salió con su escopeta y su perro en busca de la presa. Ya el animal había avanzado unas cuadras hacia el manantial. El cervatillo al verse acosado paró las orejas y se quedó inmóvil, como esperando la actitud del hombre. Este al verlo plantado le disparó, pero en ese mismo instante el animal huyó.

Perro y amo siguieron las pistas, lo alcanzaron y, al dispararle de nuevo, se realizaba el mismo truco. El afiebrado cazador no medía ni el tiempo, ni la distancia. Seguía... seguía... cruzaba llanos, montañas, cañadas, colinas, despeñaderos, riscos y sierras. Llegó por fin a la montaña cuando las tinieblas de la noche dominaban la tierra.

La montaña abrió sus fauces horripilantes..! El cazador penetró... y nunca más volvió a salir de ella. Dicen que la montaña lo devoró

martes, 24 de noviembre de 2009

Leyenda Colombiana "El Carrao"

El primero, ósea "Carrao", era un hombre de esos llaneros que nunca conocen el miedo y sienten placer desafiando el peligro; hombre resuelto, amigo de los caminos en las noches oscuras, gran baquiano (experto) de la llanura y extraordinario jinete, ningún caballo había logrado quitárselo de los lomos por muy bravo que fuera, como nunca un toro bravo había logrado tocarlo con sus cuernos. El Carrao era feliz andando en plenas tormentas nocturnas, no le importaba que su caballo fuera salvaje, más hombre se sentía, era tanta la confianza que se tenía que sabía que nunca se caería de un caballo, pues sus piernas habían nacido para domar caballos fieros.

Mayalito, su inseparable compañero y amigo, por el contrario era su polo opuesto; un hombre aplomado, juicioso y talentoso en todos sus aspectos, fiel sabedor de que con la naturaleza llanera no se puede jugar demasiado por que es severa, claro que sin dejar eso así, de ser un hombre de gran coraje como todo buen llanero. Ese era Mayalito, el que hizo un inventario de advertencias a su compañero, las cuales nunca fueron atendidas ni obedecidas, pues la rebeldía y el coraje del Carrao constituían un patrimonio muy suyo, del cual no era fácil olvidarse de buenas a primeras porque con esas características había nacido.

Una tarde, cuando el sol palidecía y la noche comenzaba a imponer su color sobre la llanura, se advertía en el horizonte cercano una horrible tempestad que hacía pensar que la noche iba a ser tormentosa, se fue al mangón y amarró el caballo que estaba trochando, lo trajo al corral, lo ensilló y le pegó la margalla, cagalerióla soga y montándose en el brioso caballo se despidió de Mayalito. Abrió la puerta de trancas del corral y en medio de candelosos rayos se fue alejando en la oscuridad de la sabana, esta vez... para nunca regresar.

"Mayalito", al ver que su amigo y compañero no regresó, se dio la tarea de buscarlo en todas las noches oscuras por los distintos rumbos de las comunales sabanas, especialmente por las partes que sabía que al "Carrao" le gustaba frecuentar.

Fueron muchas las noches que Mayalito anduvo gritando incesantemente a su compañero "Carrao", "Carraooo", escuchando solo la respuesta producida por el eco de su voz. Una noche, Mayalito acortaba una travesía en medio de una tormenta de rayos, a la luz de un relámpago vió que algo brillo a los pies de su caballo, se apeó e inspeccionó el objeto, se sorprendió cuando lo identificó pues se trataba de las zapatas del freno metálico del apero de "Carrao", las alzó y las llevó consigo.

Desde entonces puso énfasis en la búsqueda de su compañero, pensó que algo le había ocurrido y que no estaría muy lejos de allí; continuó su tarea noche tras noche, hasta que Mayalito tampoco regresó nunca más al hogar, se lo tragó la sabana junto con Carrao. Mayalito se convirtió en un ave que vuela en las noches oscuras produciendo un canto: Carraoooo, carraooo.

A esta ave se le conoce en el llano con el nombre de Carrao
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martes, 17 de noviembre de 2009

Leyenda Cubana "La Gaviota de San Juan"

Esto sucedio en la region central de Cuba, en el siglo pasado.

Se cuenta que vivio por esa zona un señor de edad ya madura llamado Don Sebastian, el cual tenia un cariño sin limites por una bella mulata de 17 años llamada Julia Rosa.

Segun dicen las malas lenguas, Julia Rosa era hija del solteron Don Sebastian, porque ambos tenian los mismos ojos verdes, y tambien dicen, que cuando Julia, la madre de Julia Rosa, murio al parirla a ella, que era una niña casi blanca, Don Sebastian, lloro su muerte en publico.

Ahora bien, Don Sebastian tenia una hermana, la cual tenia un hijo muy apuesto llamado Felipe, y habia llegado a los oidos de su madre, que el y Julia Rosa se estaban enamorando.

Pero la madre del joven no podia permitir que esto sucediera, pues Felipe, estaba comprometido desde su niñez para casarse con Elvirita, la hija de Doña Maria Elviera, una vieja amiga de su madre.

La madre de Felipe, al ver que su hijo se alejaba cada vez mas y mas de Elvirita, y estaba mas unido a Julia Rosa, se alarmo mas aun, y le hablo a Doña Maria Elvira, la cual al saber esto, mando a buscar a un brujo que vivia en las cercanias de su hacienda.

Cuando el brujo vino, invitaron a Julia Rosa, y este le dio de comer un extraño dulce de coco mientras le contaba muchas historias ocurridas en el Africa, su tierra natal; el le dijo, que muchas mujeres son transformadas en aves y que esas mujeres no mueren jamas. Julia Rosa rio mucho, pero despues tuvo miedo.

Al dia siguiente, Julia Rosa habia desaparecido y el brujo fue enviado de regreso lejos, muy lejos, a la hacienda de Doña Maria Elvira.

Don Sebastian no soporto la perdida repentina de Julia Rosa, y murio.

Tiempo despues, Felipe andaba caminando cerca del mar, y vio como se le acerco una gaviota, la gaviota tenia los ojos verdes y de un mirar muy raro, casi humano.

Felipe murio loco, porque se habia enamorado de una gaviota.

Esta gaviota, segun cuenta la gente, anda merodeando por las zonas costeras de la region central de Cuba, y se le conoce como La Gaviota de San Juan.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Leyenda Cubana "DE como dios creo a los negros"

El Por que los negros poseen las palmas de los pies y manos blancas

Dicen que cuando Dios creo a los hombres, los hizo a todos negros, mas viendo que no podian ser todos de un mismo color, Dios creo una laguna de agua helada, para todo aquel que quisiera ser blanco se bañara alli.

Una vez la laguna fue creada, se metieron muchos en ella, los que mas resistieron salieron blancos, los que no aguantaron mucho, salieron mulatos, mas los que no entraron, solo se mantuvieron en la orilla, mojandose solo las plantas de los pies y las palmas de las manos.

Por eso es que los negros tienen blancas las palmas de las manos y las plantas de los pies.

El Por que los negros poseen la nariz chata

Unos dicen que Dios hizo las narices de los negros poniendoles una plasta de fango en la cara y con dos dedos les hizo los huecos.

Pero la realidad no es asi.

Dios hizo a los hombres sin nariz, mas viendo que necesitaban respirar, lanzo a la tierra un saco de narices para que se las pusieran.

Los hombres, al ver las narices se amontonaron de manera desordenada y pisoteando algunas de ellas.

Los que cogieron las narices de arriba, las tenian finas, mas los otros infelices no pudieron alcanzar buenas narices, y tuvieron que conformarse con las narices pisoteadas.

De ahi es el por que los negros tienen la nariz chata.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Leyenda Cubana "El abra del Yumuri"

En la zona que hoy conocemos como la provincia de Matanzas, vivio un joven cacique que se encontraba celebrando con todos los de su tribu, el nacimiento de su primera hija, a la cual la llamaron Coalina.

Todos en el lugar venian a rendierle homenaje y a traerle numerosos regalos a la pequeña que recien acababa de nacer, hasta que llego ante el cacique un anciano behique que le dijo:

-Cuida a tu hija, y por favor, no dejes que se enamore jamas.

El tiempo fue pasando y Coalina fue creciendo y poniendose cada vez mas hermosa, tanto que ya estaba llamando la atencion de los jovenes indios del caserio. Mas su padre, recordando la profecia dicha por el viejo behique, se la llevo a una cueva situada en una de las montañas que rodean el valle Yumuri. La fama de la belleza de la muchacha crecio tanto que llego hasta donde hoy conocemos como la provincia de Camaguey, donde por aquel entonces, vivia un joven llamado Nerey, el cual al saber de la belleza de la joven que habian tenido que llevar a la cueva de las montañas, se enamoro tanto de ella que no comia ni dormia, y solo pensaba en ir a verla.

Un dia, el joven Nerey no aguanto mas y decidio partir, dejo su gente para ir en busca de su amada.

El viajo enfrentandose a todo obstaculo que se le ponia en el camino, hasta que luego de su largo viaje, llego a las cercanias de la tribu de Coalina, una vez alli, se informo del paradero de la muchacha, y cuando estuvo al entrar a la cueva, la tierra temblo, pero eso no fue impedimento para el, cuando ambos se vieron ya era de noche, y ella, al verlo, comenzo a sentir los primeros sintomas del amor, y cuando el se le acerco, ella miro hacia una montaña cercana, donde vio al anciano behique de blancos cabellos que le sonreia.

Coalina y Nerey se abrazaron y en ese momento la tierra temblo nuevamente abriendo la montaña en dos, y un enorme hueco que llegaba hasta el centro de la tierra que arrastro hacia sus adentros a Nerey que llevaba a Coalina en sus brazos.

A este lugar lo conocemos hoy dia como el Abra del Yumuri, y dicen que en las noches de Luna Llena, cuando el viento sopla cerca del abra, va murmurando "Coalina.... Nerey..... Coalina.... Nerey....."

martes, 10 de noviembre de 2009

Leyenda Cubana "La endemoniada"

Me habian contado que en Cuba, durante la epoca colonial, vivio una muchacha de familia muy decente llamada Maria Manuela. Esta joven poseia un caracter muy discolo y agrio, hasta el punto en que nadie soportaba su presencia y siempre huian cada vez que ella se les acercaba.

Una vez, su madre vino a a verla para pedirle un poco de dinero prestado, y ella le contesto:

-Dinero? Siete legiones de demonios es lo que tengo dentro de mi cuerpo.

Dicen que Maria Manuela, desde ese dia no tuvo ningun dia bueno, pues comenzo a padecer de enfermedades muy raras y de unos muy extraños ataques de histeria.

Los años fueron pasando y Maria Manuela comenzo a cambiar y sus ataques y enfermedades comenzaron a ser historia pasada.

Ella tenida, segun cuentan, mucha gracia para hacer peinados, y una tarde, mientras ella peinaba a una joven que se preparaba para ir a un baile, mientras le recortaba los bucles le dijo:

-Sabes? me entran deseos de sacarte los ojos con estas tijeras que tengo en mis manos.

Y la muchacha, sin asustarse le dijo:

-Si Dios te da permiso para hacerlo, hazlo.

Cuando Maria Manuela escucho estas palabras se calmo.

Ella murio al cabo de algunos años luego que sucedio este incidente, y cuentan que cuando abrieron su cuerpo al morir, en lugar de encontrar sus organos vitales, hallaron una masa dura y compacta. La gente, al recordarla, en lugar de llamarla por su nombre, le decian La Endemoniada.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Leyenda Cubana "El Diluvio"

Se cuenta que hubo un tiempo en los que la gente no se moria, y el mundo estaba tan poblado que apenas se podia caminar porque todos tropezaban los unos con los otros.

Entonces los hombres comenzaron a invocar a la Icu, y esta se les presento y les dijo:

- Voy a hacer que llueva durante tres dias y tres noches, asi que si alguno quiere salvarse, que se suba al segundo piso de sus casas.

Mas la gente dijo:

- Nuestaras casas no tienen segundo piso

- Subanse al techo de sus casas -dijo la Icu

- Nuestras casas tienen el techo de guano, no soportaran el peso -dijo la gente

- Entonces subanse a las ramas de los arboles

Una vez pronunciadas estas palabras, comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia, y los mas jovenes, se treparon como pudieron en las ramas del primer arbol que se encontraron en el camino.

La lluvia termino a los tres dias y el mundo se vio limpio de gente.

Es por eso que ya no quedan tantos viejos cañengos en el mundo, porque no pudieron subirse a las ramas de los arboles.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Leyenda Cubana "La Tatagua"

Cuentan que en los tiempos remotos, en Cuba, antes que llegaran los colonizadores españoles, habia una india muy bonita llamada Aipiri.

Esta joven era muy dada a las fiestas y a las diversiones donde podia deleitar a todos con su melodiosa voz y con sus bailes.

Un dia, Aipiri se caso, y de esa union nacieron seis hijos, pero a pesar que los años habian pasado, ella no lograba adaptarse a la vida de familia, y echaba de menos las fiestas y los guateques.

Pero un dia, mientras su marido trabajaba en el campo, ella se fue a una fiesta dejando solos a sus hijos en la casa, y dia a dia ella se ausentaba mas y mas.

Sus hijos, al no tener comida, porque su madre no se ocupaba de ellos, comenzaron a llorar con un fuerte guao guao guao.

Mabuya, el dios del mal, los escucho, y cansado de sus gritos los transformo en unos arboles que hoy dia conocemos con el nombre de "Guao", este arbol es tan venenoso que solo su sombra es capaz de causar las mas graves intoxicaciones.

Cuando Aipiri regreso a su casa, encontro seis arboles en lugar de sus hijos, y antes que pudiera recuperarse de su sorpresa, ella fue transformada en una "tatagua", que es la mariposa nocturna que en la actualidad la conocemos como la mariposa bruja.

Se dice que esta mariposa entra en las noches a las casas para recordarle a las madres que jamas deben abandonar a sus hijos.

martes, 3 de noviembre de 2009

Leyenda Guarani "El Camalote"

Ivopé, el hijo del cacique Curivai, y Atí, se casaban. Contaba ya el pretendiente con el consentimiento del padre de ella y debía cumplir, antes de realizar su propósito, la condición exigida por el cacique, siguiendo una costumbre de la raza: levantar su cabaña y tener su parcela de tierra para cultivar, a fin de poder subvenir a las necesidades de la nueva familia.

Por eso Ivopé se hallaba en plena tarea. Había cortado gruesas ramas destinadas al armazón de la vivienda y las había clavado en el suelo, en los cuatro vértices que corresponderían a un rectángulo.

Muchos troncos se amontonaban a su lado. Con ellos construiría las paredes de la cabaña, una de las cuales ya había comenzado a levantar, colocando los troncos uno al lado del otro, verticalmente. Luego los aseguraría con cañas transversales, atadas con fibras de güembé.

Una vez cumplida esta parte de la construcción, revestiría las paredes de barro, y para el techo debía hacer un armazón a dos aguas que sería recubierto con hojas de palma y paja.

después debía pensar en el fogón, que instalaría cerca de la puerta. Allí también pondría un mortero de madera para pisar el maíz.

Atí tejía una hamaca de algodón que colgarían en el interior de la cabaña.

Lechos formados por fuerte armazón de ramas, cubiertos con hojas de palmeras pensaba construir Ivopé una vez que terminara la vivienda.

Más de una luna le llevaría esta tarea; pero la realizaba con placer pues ésa sería su oga desde que se casara. Ese sería el hogar de su tembirecó y el de sus hijos.

La canoa, construída con el tronco de un yuchán cortado transversalmente y excavado luego, estaba en la playa, junto a las aguas del río.

A la distancia se veían varios hombres y mujeres trabajando en el campo. Unos labraban la tierra con palas de madera; otros recogían curapepé o mandi-ó.

Bajo un gran jacarandá florecido, cuyas flores de color añil, al caer, pintaban la hierba con manchas de cielo, una indiecita, sentada en el suelo, enhebraba las campanitas violadas en una delgada fibra de yuchán, y hacía collares con que adornaba su cuello y pulseras que envolvía en sus brazos.

A su lado, un indiecito de ocho años más o menos, manejaba el arco con la habilidad de un experto cazador, característica que distinguía a todos los niños de la tribu.

Bien es cierto que se trataba de un arco diferente al usado por los adultos, construido con madera más flexible y más elástica.

Era también más encorvado y de menor tamaño, unido de un extremo a otro por dos cuerdas paralelas, mantenidas a la distancia por dos palitos terminados en horquilla. Casi en el medio de las dos cuerdas, llevaba sujeta una pequeña red donde colocaban el bodoque.

Este bodoque consistía en una bola de arcilla del tamaño de una nuez, cocida al fuego. En una bolsa que tenía a su lado, había gran cantidad de esos proyectiles.

Tenían los niños guaraníes una destreza especial para utilizar esta arma. Tomaban el arco con la mano derecha, mientras con la izquierda colocaban cuatro o cinco bodoques en la red. Tendían el arco y lanzaban los proyectiles contra los pájaros que deseaban cazar y que caían en pleno vuelo, alcanzados por una lluvia de balas.

Pasó el tiempo. Ivopé y Atí tenían un niño de seis años al que llamaban Chululú.

Chululú gozaba de la predilección del cacique, su abuelo. Él le había enseñado a nadar, a manejar el arco, a dirigir una canoa, y era muy común verlos juntos en la costa, pescando con anzuelos de madera o con flechas.

Un día que la tribu se hallaba entregada a sus tareas diarias de labrar la tierra, recoger manduví, miel silvestre o judías, de hilar algodón o de tejer mantas de este material en telares rudimentarios, fueron sorprendidos por la llegada de Ñaró, que venía jadeante en busca del cacique.

Su excitación era mucha, pero el hábito de hablar con voz suave, rasgo preponderante de toda la raza y en general de los aborígenes, no le permitía gritar. Cuando estuvo al lado del jefe indígena, le informó:

-Estaba pescando en el extremo de tierra que entra en el río, cuando distinguí a lo lejos unas manchas oscuras que se acercaban. Al tenerlas un poco más cerca, he visto que son tres embarcaciones de hombres blancos...

-¿Cómo sabes que son embarcaciones de hombres blancos, si jamás han llegado hasta aquí?- preguntó el cacique dudando.

-Yo las conozco- respondió seguro Ñaró. -Yo estuve allá (señalando el sur) con los charrúas... Yo vi a los blancos apoderarse de la tierra de los charrúas...

Los que se habían acercado, al notar que sucedía algo insólito, se miraron entre sí.

Se reunieron de inmediato los principales jefes de familia y decidieron prepararse para atacar a los extranjeros que llegaban, como lo habían hecho con otras tribus, a sojuzgarlos y a apoderarse de sus tierras.

El cacique, como jefe, dio las órdenes. Los hombres dejaron sus útiles de labranza y corrieron en busca de las armas. Las mujeres y los niños se dirigieron al bosque donde estarían más seguros.

Pocos instantes después todo signo de movimiento había desaparecido del lugar. Se hubiera, dicho que era una aldea abandonada.

Cerca de la costa, detrás de los árboles y de los macizos de plantas que crecían exuberantes en esa zona tropical, se ocultaban los. guaraníes, bien armados, el oído alerta y la vista aguda en dirección al lugar donde uno e ellos, que hacía de vigía, daría el aviso del desembarco de los extranjeros.

El sol del mediodía caía a pique cuando anclaron las naves españolas. Un poco después descendían de ellas los marinos que las habían conducido.

Los indígenas miraban azorados, sin dejarse ver. Los extraños vestidos y el aspecto de los extranjeros los asombraron. El calzón corto, el jubón ajustado, la coraza y el casco refulgentes, las largas barbas, muchas de ellas de color claro, fueron motivos de inacabables y asombrosos descubrimientos.

Los españoles marchaban con cautela. Uno de ellos, al frente, observaba con atención, temiendo una desagradable sorpresa. Gente avezada y acostumbrada a estas lides, sabían a qué atenerse con respecto a los naturales. Nunca sobraban las precauciones y aunque el lugar se hallaba aparentemente deshabitado, los toldos, a lo lejos, hacían suponer lo contrario.

Cualquier ruido en la espesura, el que hacía un pájaro al levantar el vuelo, o una alimaña al arrastrarse por la hierba seca, eran motivos de prevención, temiendo, como temían, caer en una emboscada.

No era la primera vez que tenían que vérselas con los indígenas y conocían muy bien su manera de proceder.

Una flecha silbó en sus oídos. El ataque comenzaba.

Se pusieron en guardia. Prepararon sus arcabuces, tomaron puntería y dispararon sus armas parapetándose en las matas tupidas o en los troncos corpulentos que allí abundaban.

Los que habían quedado a bordo esperando este momento, se alistaron para prestar su ayuda, disponiendo los cañones a fin de hacerlos entrar en acción si la necesidad así lo requería.

Los aborígenes, aterrados ante las explosiones de las armas españolas que vomitaban fuego y proyectiles, abandonaron la lucha tratando de huir, convencidos de que, únicamente enviados de Añá, podían lanzar fuego en la forma que lo hacían los invasores.

A esto se habían agregado los cañones de las embarcaciones cuyo estampido logró aterrar a los naturales y cuyas balas, al dar muerte a varios indios, fueron razón más que eficaz para convencer a los indígenas de la superioridad extranjera, a la que no tenían más remedio que someterse.

Pronto terminó lucha tan desigual. Los expedicionarios, al mando del Capitán don Álvaro García de Zúñiga redujeron con facilidad a la población que, con el cacique, quedó a las órdenes de los jefes españoles.

La paz y la tranquilidad volvieron a reinar en la población levantada a orillas del Paraná.

Los blancos construyeron sus viviendas con troncos de árboles dotándolas en lo posible de algunas comodidades a que estaban acostumbrados.

De las embarcaciones bajaron muebles y utensilios traídos al efecto y en un tiempo relativamente corto, se instalaron en las nuevas viviendas.

Muchos de los tripulantes habían llegado con sus mujeres y sus hijos, pues la expedición traía, como principal objeto, colonizar estas tierras en nombre de los Reyes de España.

El Capitán García Zúñiga traía consigo a su. única hija, María del Pilar.

La niña, que había perdido a su madre siendo muy pequeña, y que contaba entonces quince años, acompañaba en las expediciones a su padre, cuando las circunstancias lo permitían.

Rubia, de grandes ojos azules y de piel blanca como los pétalos de los jazmines, ,la niña ofrecía un vivo contraste con las jóvenes indias de piel cobriza, rasgados ojos negros y cabello lacio y renegrido.

Alegre, dulce, y sencilla, unía a su carácter afable una inclinación natural para hacer el bien a todo el que lo necesitare, sin tener en cuenta tiempo ni circunstancias.

Quería mucho a los niños y en la población indígena llegó a ser la inseparable compañera de los indiecitos, a los que enseñaba su lengua, les refería cuentos fantásticos valiéndose de gestos y de palabras sencillas, y los instruía sobre las más elementales costumbres higiénicas, haciendo para ellos vestidos apropiados y regalándoles objetos útiles que causaban la admiración de los pequeños.

Con frecuencia se la veía rodeada de su corte infantil dando paseos por el bosque, donde recogían frutos sabrosos de ñangapirí y de guaviyú que colocaban en cestos tejidos por ellos mismos con fibras de yuchán, o llenaban cántaros de barro con miel silvestre, que los mayores conseguían trepando a los árboles con agilidad y destreza.

Otras veces los paseos eran a la playa. Siendo los guaraníes un pueblo de eximios nadadores, desde pequeños se lanzaban al agua con la mayor naturalidad recorriendo largas distancias sin grandes esfuerzos.

No era raro ver a María del Pilar bajo la sombra de algún árbol corpulento, sentada en la hierba, acompañada por los pequeños indígenas que, ubicados en rueda, escuchaban su voz dulce y su palabra cada día más familiar. Repetían vocablos nuevos y aprendían a conocer a Dios y a los Santos.

Los indiecitos la adoraban y demostraban su cariño ofreciéndoles los más simples y originales presentes: una florecilla perfumada, un pajarito de vistoso plumaje, un caracol, un fruto sabroso y hasta un diminuto caí que le regalara Amangá, ya mayorcito, conseguido por él mismo en la selva, durante una excursión que hiciera con su padre.

Estás ofrendas espontáneas, que eran el orgullo de María del Pilar, enternecían a la jovencita, que las retribuía con una caricia acompañada con amables palabras de agradecimiento.

Conocía la niña, por haberlo necesitado muchas veces en su largo peregrinar con su padre, el uso de muchas medicinas, por lo que no era raro verla acudir al lado de los enfermos, a los que trataba de aliviar en sus dolores.

Su padre la admiraba sintiéndose orgulloso de tener una hija así, tan bondadosa y adornada con las mejores virtudes que le resultaba la más eficaz colaboradora en la empresa que tenía entre manos.

Le recordaba a su esposa muerta, de quien María del Pilar había heredado tan bellas prendas.

Hacía más de un año que los españoles llegaran a la aldea indígena estableciéndose en ella.

El verano era sofocante. Los días hermosos, bajo un sol de fuego, eran especiales para estar v en el agua, y los niños no desperdiciaban oportunidad de hacerlo.

Entonces la playa se poblaba de gritos y de algazara. María del Pilar festejaba las travesuras de sus amiguitos y unía su alegría a la de ellos.

Ese día un sol abrasador calcinaba la tierra. Las aguas del río, transparentes y calmas, reflejaban el celeste maravilloso del cielo y la exuberante vegetación de las orillas, como un gran espejo puesto por la naturaleza para reproducir tanta belleza.

De vez en cuando, un pajarillo, al rozar con sus alas las aguas quietas, imprimía a es as aguas un movimiento que se traducía en ondas concéntricas cada vez de mayor tamaño que terminaban por perderse, devolviendo al río su estática quietud.

. Nunca mejor oportunidad para darse un chapuzón y gozar de la frescura de las aguas que ese día sofocante.

Así lo pensó también un grupo de niños que llegó dispuesto a arrojarse al río.

No lejos de ese lugar, cobijada de los fuertes rayos del sol por el tupido follaje de un corpulento aguaribay, María del Pilar, que se entretenía cosiendo, los vio llegar.

Como que provenían de una raza de excelentes nadadores, los pequeños se movían en el agua como los mismos peces: zambullían, chapoteaban, hacían mil piruetas que provocaban la risa de la bella española, siempre dispuesta a festejar las ocurrencias de sus amiguitos.

Estaba entre ellos y era uno de los más audaces, Chululú, el nieto del cacique Curivai, que contaba siete años.

A pesar de su corta edad, Chululú ya había dado pruebas de ser un habilísimo nadador. Para él no había profundidades ni distancias. Por eso era él quien se alejaba más de la costa y el que mejor conocía los secretos del río.

Ese día, como siempre, con brazadas seguras y movimientos precisos de su cuerpo ágil, Chululú se separó de sus compañeros nadando hacia el centro del río.

La calma era total. El Paraná, tranquilo, se dejaba invadir por el grupo de niños proporcionándoles momentos de esparcimiento. De pronto el aire trajo el pedido angustioso de:

-¡ Socorro! , ¡Por favor ! ¡ Me ahogo . . . ! ¡ Socorro...!

Era Chululú que se debatía en las aguas al tiempo que repetía sin cesar :

-¡ Socorro . . . ! ¡ Me ahogo!

Los niños, incapaces de prestar ayuda, gritaron también. María del Pilar los oyó. Nadie más que ella se encontraba por los alrededores. Nadie más que ella podía salvar al pequeño Chululú en peligro, y sin hesitar un segundo, se quitó la amplia falda, la bata y los botines que dificultarían sus movimientos y se lanzó al agua tratando de alcanzar cuanto antes el lugar donde se hallaba el pequeño nadador en apurado trance.

Ella también sabia nadar muy bien y no le seria difícil llegar. Pronto estuvo junto al niño. Trató de tomarlo por el cuello tal como su padre le había enseñado; pero no le fue posible. La ansiedad hizo presa de ella. Chululú perdía fuerzas y ya le resultaba casi imposible mantenerse a flote.

Desesperada, María del Pilar volvió a intentar acercarse al niño que parecía estar cada vez más lejos, y tomarlo pasando su brazo por debajo de su mentón, pero nuevamente comprendió que sus esfuerzos eran inútiles.

Los otros niños, mientras tanto, habían salido del agua. Algunos habían corrido hasta la aldea para avisar sobre lo que ocurría a Chululú. Los otros, miraban azorados desde la playa.

Varias mujeres aparecieron y una de ellas corrió avisar a los hombres que se hallaban en el bosque.

Entre ellos se encontraba el cacique que, enterado del peligro que corrían la valiente jovencita española y su nieto, corrió a la costa del río y se arrojó él también para salvar a los dos. Buen nadador como era, no le sería difícil llegar hasta ellos, aunque ahora se hallaban más alejados, como si la corriente los arrastrara hacia el centro del río.

María del Pilar y Chululú aparecían y desaparecían, por momentos a pesar de los esfuerzos que ambos hacían por mantenerse a flote.

Cuando la valiente española vio que el cacique, con brazadas seguras se acercaba, tomó confianza y con palabras cariñosas trató de infundirla al pequeño que se sentía morir. En ello estaba, cuando las aguas traicioneras, con movimiento envolvente, la atrajeron a su seno y la niña no volvió a reaparecer.

Cuando llegó el cacique al lugar donde su nieto se debatía desesperado, la niña había desaparecido por completo. Otros nadadores que se habían arrojado al agua, buscaron afanosos a Maria del Pilar; pero todo fue inútil. El río guardaba celoso la presa lograda después de una lucha tan tenaz.

La última visión que tuvieron de ella, fueron sus grandes ojos azules buscando desesperados el socorro que no terminaba de llegar. El cacique, que había conseguido rescatar a su nieto de las aguas traicioneras, lo tendió en la playa para que se recuperara. El pobre niño , con voz desfallecida, balbuceaba: ¡María del Pilar... ! ¡ María del Pilar...!

Pero su gran amiga, la amiga de todos los niños de la tribu, había desaparecido para siempre.

Una pena muy grande alcanzó a todos, poniendo en sus semblantes una expresión de infinita tristeza por la pérdida de la bondadosa y dulce María del Pilar. Tanto lamentaron los aborígenes su desaparición, tan intenso fue su dolor, que sin duda algún genio bondadoso se compadeció de ellos. Deseando que fuera eterna la presencia de la extranjera, que desde su llegada sólo había sembrado cariño y bondad, transformó su cuerpo muerto en una planta acuática que desde entonces se desliza por la superficie bruñida de las aguas del Paraná. Volvió a nacer, allí donde había perdido su vida humana, repartiéndose luego por los ríos y arroyos de nuestro país.

A esa planta que nosotros llamamos camalote, los guaraníes pusieron de nombre aguapé, y es un hermoso exponente de nuestra flora acuática.

Su mayor belleza reside en sus flores que surgen de entre el tupido follaje como racimos de estrellas celestes aliladas, como celestes eran los hermosos ojos buenos de María del Pilar.

Son esas flores las que simbolizan la singular belleza y la bondad sin límites de la niña española que con su dulzura infinita supo atraer a los aborígenes con mayor eficacia que la lograda con las espadas de los audaces conquistadores hispanos.

Leyenda Guaraní

Ivopé, el hijo del cacique Curivai, y Atí, se casaban. Contaba ya el pretendiente con el consentimiento del padre de ella y debía cumplir, antes de realizar su propósito, la condición exigida por el cacique, siguiendo una costumbre de la raza: levantar su cabaña y tener su parcela de tierra para cultivar, a fin de poder subvenir a las necesidades de la nueva familia.

Por eso Ivopé se hallaba en plena tarea. Había cortado gruesas ramas destinadas al armazón de la vivienda y las había clavado en el suelo, en los cuatro vértices que corresponderían a un rectángulo.

Muchos troncos se amontonaban a su lado. Con ellos construiría las paredes de la cabaña, una de las cuales ya había comenzado a levantar, colocando los troncos uno al lado del otro, verticalmente. Luego los aseguraría con cañas transversales, atadas con fibras de güembé.

Una vez cumplida esta parte de la construcción, revestiría las paredes de barro, y para el techo debía hacer un armazón a dos aguas que sería recubierto con hojas de palma y paja.

después debía pensar en el fogón, que instalaría cerca de la puerta. Allí también pondría un mortero de madera para pisar el maíz.

Atí tejía una hamaca de algodón que colgarían en el interior de la cabaña.

Lechos formados por fuerte armazón de ramas, cubiertos con hojas de palmeras pensaba construir Ivopé una vez que terminara la vivienda.

Más de una luna le llevaría esta tarea; pero la realizaba con placer pues ésa sería su oga desde que se casara. Ese sería el hogar de su tembirecó y el de sus hijos.

La canoa, construída con el tronco de un yuchán cortado transversalmente y excavado luego, estaba en la playa, junto a las aguas del río.

A la distancia se veían varios hombres y mujeres trabajando en el campo. Unos labraban la tierra con palas de madera; otros recogían curapepé o mandi-ó.

Bajo un gran jacarandá florecido, cuyas flores de color añil, al caer, pintaban la hierba con manchas de cielo, una indiecita, sentada en el suelo, enhebraba las campanitas violadas en una delgada fibra de yuchán, y hacía collares con que adornaba su cuello y pulseras que envolvía en sus brazos.

A su lado, un indiecito de ocho años más o menos, manejaba el arco con la habilidad de un experto cazador, característica que distinguía a todos los niños de la tribu.

Bien es cierto que se trataba de un arco diferente al usado por los adultos, construido con madera más flexible y más elástica.

Era también más encorvado y de menor tamaño, unido de un extremo a otro por dos cuerdas paralelas, mantenidas a la distancia por dos palitos terminados en horquilla. Casi en el medio de las dos cuerdas, llevaba sujeta una pequeña red donde colocaban el bodoque.

Este bodoque consistía en una bola de arcilla del tamaño de una nuez, cocida al fuego. En una bolsa que tenía a su lado, había gran cantidad de esos proyectiles.

Tenían los niños guaraníes una destreza especial para utilizar esta arma. Tomaban el arco con la mano derecha, mientras con la izquierda colocaban cuatro o cinco bodoques en la red. Tendían el arco y lanzaban los proyectiles contra los pájaros que deseaban cazar y que caían en pleno vuelo, alcanzados por una lluvia de balas.

Pasó el tiempo. Ivopé y Atí tenían un niño de seis años al que llamaban Chululú.

Chululú gozaba de la predilección del cacique, su abuelo. Él le había enseñado a nadar, a manejar el arco, a dirigir una canoa, y era muy común verlos juntos en la costa, pescando con anzuelos de madera o con flechas.

Un día que la tribu se hallaba entregada a sus tareas diarias de labrar la tierra, recoger manduví, miel silvestre o judías, de hilar algodón o de tejer mantas de este material en telares rudimentarios, fueron sorprendidos por la llegada de Ñaró, que venía jadeante en busca del cacique.

Su excitación era mucha, pero el hábito de hablar con voz suave, rasgo preponderante de toda la raza y en general de los aborígenes, no le permitía gritar. Cuando estuvo al lado del jefe indígena, le informó:

-Estaba pescando en el extremo de tierra que entra en el río, cuando distinguí a lo lejos unas manchas oscuras que se acercaban. Al tenerlas un poco más cerca, he visto que son tres embarcaciones de hombres blancos...

-¿Cómo sabes que son embarcaciones de hombres blancos, si jamás han llegado hasta aquí?- preguntó el cacique dudando.

-Yo las conozco- respondió seguro Ñaró. -Yo estuve allá (señalando el sur) con los charrúas... Yo vi a los blancos apoderarse de la tierra de los charrúas...

Los que se habían acercado, al notar que sucedía algo insólito, se miraron entre sí.

Se reunieron de inmediato los principales jefes de familia y decidieron prepararse para atacar a los extranjeros que llegaban, como lo habían hecho con otras tribus, a sojuzgarlos y a apoderarse de sus tierras.

El cacique, como jefe, dio las órdenes. Los hombres dejaron sus útiles de labranza y corrieron en busca de las armas. Las mujeres y los niños se dirigieron al bosque donde estarían más seguros.

Pocos instantes después todo signo de movimiento había desaparecido del lugar. Se hubiera, dicho que era una aldea abandonada.

Cerca de la costa, detrás de los árboles y de los macizos de plantas que crecían exuberantes en esa zona tropical, se ocultaban los. guaraníes, bien armados, el oído alerta y la vista aguda en dirección al lugar donde uno e ellos, que hacía de vigía, daría el aviso del desembarco de los extranjeros.

El sol del mediodía caía a pique cuando anclaron las naves españolas. Un poco después descendían de ellas los marinos que las habían conducido.

Los indígenas miraban azorados, sin dejarse ver. Los extraños vestidos y el aspecto de los extranjeros los asombraron. El calzón corto, el jubón ajustado, la coraza y el casco refulgentes, las largas barbas, muchas de ellas de color claro, fueron motivos de inacabables y asombrosos descubrimientos.

Los españoles marchaban con cautela. Uno de ellos, al frente, observaba con atención, temiendo una desagradable sorpresa. Gente avezada y acostumbrada a estas lides, sabían a qué atenerse con respecto a los naturales. Nunca sobraban las precauciones y aunque el lugar se hallaba aparentemente deshabitado, los toldos, a lo lejos, hacían suponer lo contrario.

Cualquier ruido en la espesura, el que hacía un pájaro al levantar el vuelo, o una alimaña al arrastrarse por la hierba seca, eran motivos de prevención, temiendo, como temían, caer en una emboscada.

No era la primera vez que tenían que vérselas con los indígenas y conocían muy bien su manera de proceder.

Una flecha silbó en sus oídos. El ataque comenzaba.

Se pusieron en guardia. Prepararon sus arcabuces, tomaron puntería y dispararon sus armas parapetándose en las matas tupidas o en los troncos corpulentos que allí abundaban.

Los que habían quedado a bordo esperando este momento, se alistaron para prestar su ayuda, disponiendo los cañones a fin de hacerlos entrar en acción si la necesidad así lo requería.

Los aborígenes, aterrados ante las explosiones de las armas españolas que vomitaban fuego y proyectiles, abandonaron la lucha tratando de huir, convencidos de que, únicamente enviados de Añá, podían lanzar fuego en la forma que lo hacían los invasores.

A esto se habían agregado los cañones de las embarcaciones cuyo estampido logró aterrar a los naturales y cuyas balas, al dar muerte a varios indios, fueron razón más que eficaz para convencer a los indígenas de la superioridad extranjera, a la que no tenían más remedio que someterse.

Pronto terminó lucha tan desigual. Los expedicionarios, al mando del Capitán don Álvaro García de Zúñiga redujeron con facilidad a la población que, con el cacique, quedó a las órdenes de los jefes españoles.

La paz y la tranquilidad volvieron a reinar en la población levantada a orillas del Paraná.

Los blancos construyeron sus viviendas con troncos de árboles dotándolas en lo posible de algunas comodidades a que estaban acostumbrados.

De las embarcaciones bajaron muebles y utensilios traídos al efecto y en un tiempo relativamente corto, se instalaron en las nuevas viviendas.

Muchos de los tripulantes habían llegado con sus mujeres y sus hijos, pues la expedición traía, como principal objeto, colonizar estas tierras en nombre de los Reyes de España.

El Capitán García Zúñiga traía consigo a su. única hija, María del Pilar.

La niña, que había perdido a su madre siendo muy pequeña, y que contaba entonces quince años, acompañaba en las expediciones a su padre, cuando las circunstancias lo permitían.

Rubia, de grandes ojos azules y de piel blanca como los pétalos de los jazmines, ,la niña ofrecía un vivo contraste con las jóvenes indias de piel cobriza, rasgados ojos negros y cabello lacio y renegrido.

Alegre, dulce, y sencilla, unía a su carácter afable una inclinación natural para hacer el bien a todo el que lo necesitare, sin tener en cuenta tiempo ni circunstancias.

Quería mucho a los niños y en la población indígena llegó a ser la inseparable compañera de los indiecitos, a los que enseñaba su lengua, les refería cuentos fantásticos valiéndose de gestos y de palabras sencillas, y los instruía sobre las más elementales costumbres higiénicas, haciendo para ellos vestidos apropiados y regalándoles objetos útiles que causaban la admiración de los pequeños.

Con frecuencia se la veía rodeada de su corte infantil dando paseos por el bosque, donde recogían frutos sabrosos de ñangapirí y de guaviyú que colocaban en cestos tejidos por ellos mismos con fibras de yuchán, o llenaban cántaros de barro con miel silvestre, que los mayores conseguían trepando a los árboles con agilidad y destreza.

Otras veces los paseos eran a la playa. Siendo los guaraníes un pueblo de eximios nadadores, desde pequeños se lanzaban al agua con la mayor naturalidad recorriendo largas distancias sin grandes esfuerzos.

No era raro ver a María del Pilar bajo la sombra de algún árbol corpulento, sentada en la hierba, acompañada por los pequeños indígenas que, ubicados en rueda, escuchaban su voz dulce y su palabra cada día más familiar. Repetían vocablos nuevos y aprendían a conocer a Dios y a los Santos.

Los indiecitos la adoraban y demostraban su cariño ofreciéndoles los más simples y originales presentes: una florecilla perfumada, un pajarito de vistoso plumaje, un caracol, un fruto sabroso y hasta un diminuto caí que le regalara Amangá, ya mayorcito, conseguido por él mismo en la selva, durante una excursión que hiciera con su padre.

Estás ofrendas espontáneas, que eran el orgullo de María del Pilar, enternecían a la jovencita, que las retribuía con una caricia acompañada con amables palabras de agradecimiento.

Conocía la niña, por haberlo necesitado muchas veces en su largo peregrinar con su padre, el uso de muchas medicinas, por lo que no era raro verla acudir al lado de los enfermos, a los que trataba de aliviar en sus dolores.

Su padre la admiraba sintiéndose orgulloso de tener una hija así, tan bondadosa y adornada con las mejores virtudes que le resultaba la más eficaz colaboradora en la empresa que tenía entre manos.

Le recordaba a su esposa muerta, de quien María del Pilar había heredado tan bellas prendas.

Hacía más de un año que los españoles llegaran a la aldea indígena estableciéndose en ella.

El verano era sofocante. Los días hermosos, bajo un sol de fuego, eran especiales para estar v en el agua, y los niños no desperdiciaban oportunidad de hacerlo.

Entonces la playa se poblaba de gritos y de algazara. María del Pilar festejaba las travesuras de sus amiguitos y unía su alegría a la de ellos.

Ese día un sol abrasador calcinaba la tierra. Las aguas del río, transparentes y calmas, reflejaban el celeste maravilloso del cielo y la exuberante vegetación de las orillas, como un gran espejo puesto por la naturaleza para reproducir tanta belleza.

De vez en cuando, un pajarillo, al rozar con sus alas las aguas quietas, imprimía a es as aguas un movimiento que se traducía en ondas concéntricas cada vez de mayor tamaño que terminaban por perderse, devolviendo al río su estática quietud.

. Nunca mejor oportunidad para darse un chapuzón y gozar de la frescura de las aguas que ese día sofocante.

Así lo pensó también un grupo de niños que llegó dispuesto a arrojarse al río.

No lejos de ese lugar, cobijada de los fuertes rayos del sol por el tupido follaje de un corpulento aguaribay, María del Pilar, que se entretenía cosiendo, los vio llegar.

Como que provenían de una raza de excelentes nadadores, los pequeños se movían en el agua como los mismos peces: zambullían, chapoteaban, hacían mil piruetas que provocaban la risa de la bella española, siempre dispuesta a festejar las ocurrencias de sus amiguitos.

Estaba entre ellos y era uno de los más audaces, Chululú, el nieto del cacique Curivai, que contaba siete años.

A pesar de su corta edad, Chululú ya había dado pruebas de ser un habilísimo nadador. Para él no había profundidades ni distancias. Por eso era él quien se alejaba más de la costa y el que mejor conocía los secretos del río.

Ese día, como siempre, con brazadas seguras y movimientos precisos de su cuerpo ágil, Chululú se separó de sus compañeros nadando hacia el centro del río.

La calma era total. El Paraná, tranquilo, se dejaba invadir por el grupo de niños proporcionándoles momentos de esparcimiento. De pronto el aire trajo el pedido angustioso de:

-¡ Socorro! , ¡Por favor ! ¡ Me ahogo . . . ! ¡ Socorro...!

Era Chululú que se debatía en las aguas al tiempo que repetía sin cesar :

-¡ Socorro . . . ! ¡ Me ahogo!

Los niños, incapaces de prestar ayuda, gritaron también. María del Pilar los oyó. Nadie más que ella se encontraba por los alrededores. Nadie más que ella podía salvar al pequeño Chululú en peligro, y sin hesitar un segundo, se quitó la amplia falda, la bata y los botines que dificultarían sus movimientos y se lanzó al agua tratando de alcanzar cuanto antes el lugar donde se hallaba el pequeño nadador en apurado trance.

Ella también sabia nadar muy bien y no le seria difícil llegar. Pronto estuvo junto al niño. Trató de tomarlo por el cuello tal como su padre le había enseñado; pero no le fue posible. La ansiedad hizo presa de ella. Chululú perdía fuerzas y ya le resultaba casi imposible mantenerse a flote.

Desesperada, María del Pilar volvió a intentar acercarse al niño que parecía estar cada vez más lejos, y tomarlo pasando su brazo por debajo de su mentón, pero nuevamente comprendió que sus esfuerzos eran inútiles.

Los otros niños, mientras tanto, habían salido del agua. Algunos habían corrido hasta la aldea para avisar sobre lo que ocurría a Chululú. Los otros, miraban azorados desde la playa.

Varias mujeres aparecieron y una de ellas corrió avisar a los hombres que se hallaban en el bosque.

Entre ellos se encontraba el cacique que, enterado del peligro que corrían la valiente jovencita española y su nieto, corrió a la costa del río y se arrojó él también para salvar a los dos. Buen nadador como era, no le sería difícil llegar hasta ellos, aunque ahora se hallaban más alejados, como si la corriente los arrastrara hacia el centro del río.

María del Pilar y Chululú aparecían y desaparecían, por momentos a pesar de los esfuerzos que ambos hacían por mantenerse a flote.

Cuando la valiente española vio que el cacique, con brazadas seguras se acercaba, tomó confianza y con palabras cariñosas trató de infundirla al pequeño que se sentía morir. En ello estaba, cuando las aguas traicioneras, con movimiento envolvente, la atrajeron a su seno y la niña no volvió a reaparecer.

Cuando llegó el cacique al lugar donde su nieto se debatía desesperado, la niña había desaparecido por completo. Otros nadadores que se habían arrojado al agua, buscaron afanosos a Maria del Pilar; pero todo fue inútil. El río guardaba celoso la presa lograda después de una lucha tan tenaz.

La última visión que tuvieron de ella, fueron sus grandes ojos azules buscando desesperados el socorro que no terminaba de llegar. El cacique, que había conseguido rescatar a su nieto de las aguas traicioneras, lo tendió en la playa para que se recuperara. El pobre niño , con voz desfallecida, balbuceaba: ¡María del Pilar... ! ¡ María del Pilar...!

Pero su gran amiga, la amiga de todos los niños de la tribu, había desaparecido para siempre.

Una pena muy grande alcanzó a todos, poniendo en sus semblantes una expresión de infinita tristeza por la pérdida de la bondadosa y dulce María del Pilar. Tanto lamentaron los aborígenes su desaparición, tan intenso fue su dolor, que sin duda algún genio bondadoso se compadeció de ellos. Deseando que fuera eterna la presencia de la extranjera, que desde su llegada sólo había sembrado cariño y bondad, transformó su cuerpo muerto en una planta acuática que desde entonces se desliza por la superficie bruñida de las aguas del Paraná. Volvió a nacer, allí donde había perdido su vida humana, repartiéndose luego por los ríos y arroyos de nuestro país.

A esa planta que nosotros llamamos camalote, los guaraníes pusieron de nombre aguapé, y es un hermoso exponente de nuestra flora acuática.

Su mayor belleza reside en sus flores que surgen de entre el tupido follaje como racimos de estrellas celestes aliladas, como celestes eran los hermosos ojos buenos de María del Pilar.

Son esas flores las que simbolizan la singular belleza y la bondad sin límites de la niña española que con su dulzura infinita supo atraer a los aborígenes con mayor eficacia que la lograda con las espadas de los audaces conquistadores hispanos


Vocabulario
IVOPÉ: Algarrobo
ATÍ: Gaviota
OGA: Casa
TEMBIRECÓ: Esposa
CURAPEPÉ: Zapallo
MANDI-Ó: Mandioca
YUCHÁN: Palo Borracho
MANDUVÍ: Pino
ÑARÓ: Bravo
CHULULÚ: Chorlito
ÑANGAPIRÍ: Nombre de un árbol
GUAVIYÚ: Nombre de un árbol
CA-Í: Monito
AMANGÁ: Hongo
AGUARIBAY: Molle
GÜEMBÉ: Planta parásita salvaje. La corteza de la raíz se usa para hacer cordeles.
AÑÁ: El demonio

domingo, 1 de noviembre de 2009

Leyenda Guarani "Manaká"

Marcha por la selva la tropa de indómitos. Mbarakaju lidera a los suyos. Guerrero sin par. No hay quien le iguale en resistencia física, en el tiro de las flechas y el manejo del mbaraka. La madre naturaleza ha sido generosa con Mbarakaju.

Las tropas de Mbarakaju pasan por los poblados y en cada lugar pintan el signo de la dominación. No hay quien se le resista. Mbarakaju, como buen tirador es también un eximio cazador. Prueba de ello es su collar donde ya no caben más colmillos de jaguareté. Ha cazado cientos de estos animales en su corta vida.

Mbarakaju en su plenitud.

Ahora persigue a una fiera que ha herido.

Se aparta de los suyos. Avanza por la selva siguiendo el rastro de sangre.

La noche lo sorprende y Mbarakaju opta por descansar. Busca un buen lugar y allí pasa la noche. Mbarakaju tiene el sueño liviano. La menor señal de peligro y el guerrero está alerta.

Al amanecer continúa su marcha, encuentra al tigre que ruge de dolor y acaba con él. Sigue sumando cuentas en su collar. Pareciera que la cosecha de colmillos jamás acabará.

Una lluvia atropellada y densa cae sobre la selva ahora y lava todo rastro de sangre. ¿Cómo regresar junto a los suyos? La capacidad de orientación del joven indio y su intuición no bastan para vencer a la enmarañada vegetación que frente a él se levanta como una muralla.

Mbarakaju comienza a andar.

Vuelve sobre sus pasos. Le parece estar dando vueltas en círculo.

No. No puede ser. Al fin Mbarakaju, exhausto se tiende sobre la hierba en busca del sueño y el descanso reparador. Duerme el guerrero. Duerme y sueña con una joven hermosa. La niña le habla, ahora lo está llamando: “acércate” le dice en su luminoso sueño.

Mbarakaju despierta cuando el sol está declinando. Un rocío claro y fresco cae sobre su cuerpo. Al incorporarse descubre que el rocío tan claro y perfumado cae de un ysapy, el árbol de la dicha. Buen augurio, piensa el guerrero y avanza nuevamente a través de la selva como guiado por un espíritu más poderoso que su voluntad. Mbarakaju escucha lejanos sones de tambor. Apura el paso. Ahora ya puede oir voces. Es evidente que se aproxima a una aldea.

El indio, escondido en la frondosidad de la selva observa la aldea. Todo es movimiento allí. Se preparan para una celebración. Reposan los manjares y las bebidas en gran cantidad. Con avidez mira Mbarakaju todo lo que ante sus ojos se extiende como una aparición. Van y vienen las mujeres apuradas con los preparativos. Se encienden las fogatas. La tarde va dejando paso a la oscuridad. Los hombres preparan sus instrumentos. Comienzan a beber.

Mbarakaju decide integrarse a la fiesta. Avanza hacia la aldea. A su paso las gentes de la tribu detienen sus acciones. Mbarakaju llega junto a los músicos. Extiende la piel del tigre que acaba de matar. Arranca de las manos del músico el mbaraka y sentándose sobre la piel comienza a ejecutar el instrumento y a narrar la historia del principe Chimboi. Su canto, más allá de la forma en que llega hasta el lugar, ocurrente y misterioso, concita la atención de hombres y mujeres.

La canción relata que el príncipe Chimboi, jefe de los karios, altanero y solitario vivía en un blanco palacio, suspirando permanentemente por una mujer bella y virgen. La habilidad de Mbarakaju para el relato cantado le lleva a mezclar el encantador argumento del príncipe con la tribu en la que se halla cantando. Mezcla la realidad y la fantasía y lo hace premeditadamente. Cuenta en su canción que el príncipe Chimboi cree que va a encontrar a aquella mujer de sus sueños, símbolo de la perfección humana, entre las doncellas de aquella tribu. Las jóvenes de la tribu se miran unas a otras comparándose. ¿Quién de ellas será la elegida de Chimboi? Pero el príncipe es sólo invento de Mbarakaju, ha nacido de su ingenio y allí vive.

Después de terminada su canción Mbarakaju es aceptado en la fiesta. Se celebra la cosecha de la mandioca y las fiestas de la nubilidad. Las familias de las núbiles han adornado a sus vírgenes y cada una de las que pasan en desfile parece más bella que la otra.

Túrbase Mbarakaju cuando ve avanzar en aquel desfile iniciático a la mujer que ha visto en sueños. Se le ilumina el rostro ya encendido por el calor de las fogatas. Los sueños le han anticipado el encuentro. Mbarakaju siente deseos de actuar. Toma nuevamente entre sus manos el mbaraka y dedica una canción a la joven. El desfile se detiene pero parece suspendido sobre las notas y las palabras de la canción. Es un momento tocado por la divinidad. Al finalizar su canto Mbarakaju, tramposamente dijo: “Esta será la esposa de Chimboi”.

Koeti se llamaba la dulce niña. La abuela de la niña, Chiro, recordó entonces las señales del cielo que el día del nacimiento de Koeti habían señalado un camino sembrado de estrellas. Una vida grandiosa y eterna. La anciana creyó ver en las palabras de Mbarakaju parte de aquel designio divino. “Guíanos hasta el palacio de Chimboi”, dijo la vieja al extranjero. Los hermanos de Koeti se opusieron pero a una palabra de la anciana moderaron su enojo y reprimieron sus decisiones. Mbarakaju, Chiro y Koeti partieron al día siguiente hacia el inexistente palacio blanco donde vivía Chimboi. Avanzaron los tres. Mbarakaju con paso firme, la anciana ágil como una joven y la niña extrañamente torpe. Como si no quisiera avanzar. Con recelo y miedo.

Se detuvieron después de mucho andar. Mbarakaju cazó un venado y lo puso al fuego. Koeti dormía en su hamaca. Cuando estuvo lista la carne comieron en silencio los tres. La anciana preguntó: “¿Cuándo llegaremos al palacio de Chimboi?”. “Cuando yo quiera” respondió secamente Mbara-kaju. Inmediatamente la vieja recriminó al guerrero su promesa, tras lo cual Mbarakaju dijo: “¡Yo soy Chimboi, Mbarakaju es sólo mi nombre de guerra”.

La anciana no creía lo que estaba escuchando. Había sido engañada. Tal vez se había apresurado al decidir hacer este viaje con un desconocido.

“Déjame a la niña y vete. No te necesito”, dijo el guerrero a Chiro.

Chiro recupera la calma y unta la frente, las mejillas y el pecho de su nieta con un ungüento verde que extrae de un pequeño recipiente. Mbarakaju observa la despedida de la mujer y se alegra de que no oponga resistencia. La anciana se aleja y cuando Mbarakaju vuelve la vista hacia Koeti comprende el sentido de aquellos ungüentos. La vieja se va pero deja sus hechizos. Mbarakaju quiere gritarle algo pero la voz no le responde. Algo le marea, le impide la mirada. Koetí se vuelve neblinosa ante sus ojos, desaparece. Se transforma. El guerrero siente que su cuerpo pesa como un elefante. No puede moverse de su sitio. Impotente observa la transformación de la niña. Ahora logra acercarse a la joven. Intenta abrazarla pero se sorprende él mismo de estar abrazado al tronco de un árbol. Sorprendido mira al árbol buscando alguna señal que le indique el lugar de Koeti. Nada alrededor. Koeti ha desaparecido. Chiro también. Solo en aquel desolado lugar Mbarakaju se sienta bajo el árbol, la espalda apoyada en el tronco. Un suave cansancio invade al guerrero. Sus piernas ya no le pesan pero un extraño sopor le invade hasta vencerle.

Mbarakaju despierta.

Es la hora del alba y el sol aparece suavemente.

Mbarakaju se pone de pie y golpea las ramas más bajas con su cabeza. Una lluvia de pétalos cae a sus pies. El árbol estaba cubierto de flores. El guerrero busca por todos lados algún indicio que le guíe hacia Koeti. Infructuosa es su búsqueda. Vencido, huye de aquel lugar encantado.

Chiro ve que el extranjero se aleja del lugar y vuelve para deshechizar a su joven nieta. La anciana contempla el bello árbol florido y siente un vértigo extraño. La belleza marea sus pupilas cansadas. De pronto, de los árboles vecinos surge un ave pequeña y multicolor. Como una flecha llega hasta las flores y allí, sostenido en vilo por el rápido movimiento de sus alas, introduce su pico en una y otra flor bebiendo el sabroso néctar. Las flores se tiñen de rosas y leves morados al contacto del largo pico que las ultraja. Se diría que se ruborizan y tiñen su blancura de subidos colores. Chiro no se atreve a dar caza a aquel pequeño pájaro que va de flor en flor. Su nieta seguía siendo bellísima, pero ya no era marane. Así lo entendió la mujer y consideró inútil deshechizarla. Así quedó entre nuestros árboles el manaka que con sus bellas flores se sonroja de haber perdido la virginidad con aquel misterioso pájaro del cual se dice que era un príncipe encantado.