sábado, 29 de agosto de 2009

Leyenda "La Cruz de los Milagros"

Hay en la Iglesia del Milagro, en Corrientes, una rústica cruz que es venerada con el nombre de "Cruz de los Milagros". Una curiosa leyenda justifica ese nombre.

Cuenta la tradición que los españoles, cuando fundaron San Juan de Vera de las Siete Corrientes, llamado hoy Corrientes, después de elegir el lugar y antes de levantar el fuerte, decidieron erigir una gran cruz, símbolo de su fe cristiana.

La construyeron con una rama seca del bosque vecino, la plantaron luego, y a su alrededor edificaron el fuerte, con ramas y troncos de la selva.

Construido el fuerte y encerrados en él, los españoles se defendían de los asaltos que, desde el día siguiente, les llevaban sin cesar las tribus de los guaraníes, a los cuales derrotaban diariamente, con tanta astucia como denuedo. Los indios, de un natural impresionable, atribuían sus desastres a la cruz, por lo que decidieron quemarla, para destruir su maleficio. Se retiraron a sus selvas, en espera de una ocasión favorable, la cual se les presentó un día en que los españoles, por exceso de confianza, dejaron el fuerte casi abandonado.

La indiada, en gran número, rodeó la población, en tanto que huían los pocos españoles de la guardia, escondiéndose entre los matorrales.

Con ramas de quebracho hicieron los indios una gran hoguera, al pie de la cruz que se levantaba en medio del fuerte. las llamas lamían la madera sin quemarla; un indio tomó una rama encendida y la acercó a los brazos del madero; entonces, en el cielo límpido, fue vista de pronto una nube, de la cual partió un rayo que dio muerte al salvaje.

Cuando los otros guaraníes lo vieron caer fulminado a los pies de la cruz, huyeron despavoridos a sus selvas, convencidos de que el mismo cielo protegía a los hombres blancos. Los españoles, que escondidos entre la maleza presenciaban tan asombrosa escena, divulgaron luego este suceso, que no cayó, por cierto en el olvido. En la Iglesia del Milagro, en Corrientes, se encuentra hoy la Cruz de los Milagros: se la guarda en una caja de cristal de roca, donada por la colectividad española.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Leyenda Calchaqui "El Crespín"

A lo lejos, la montaña imponente se levantaba como una franja azulada acercándose al cielo.
Las quebradas la recorrían en todas direcciones en pliegues profundos que llegaban hasta el valle, allí donde el pueblecito indígena, como formando parte de la misma montaña, vivía su vida recia, altiva y misteriosa.
Las casas, de grandes lajas colocadas las unas encima de las otras, sin cemento ni materia que las uniera entre sí, estaban formadas por muros anchos y poco elevados. Las habitaciones, cuadradas o rectangulares, tenían aberturas con marcos de madera de cardón.
En una de esas casas vivían Crespín y su mujer, Yurac, casados hacía poco tiempo.
Dedicados a las tareas de proveer a su nuevo hogar de los útiles y enseres necesarios, y a labrar la tierra para obtener el alimento indispensable, pocos eran los momentos del día que parecían ociosos.
Era entonces cuando hacían largas caminatas hasta el monte, las que aprovechaban para proveerse de frutos de chañar, de molle, de mistol y de piquillín, y de miel de lechiguana, de la que llenaban sendos cántaros de barro.
Crespín era muy hábil para labrar la tierra, trabajar el cobre, la plata y la piedra y para modelar la arcilla.
En piedra había pulido un hacha. Su trabajo esmerado le valió la aprobación del cacique, cuya competencia en esta clase de menesteres era bien conocida. Se servía del hacha para cortar ramas de chañar y de algarrobo que empleaba luego en la construcción de telares, de armazones para cobertizos o cabañas, o que utilizaba para hacer el fuego donde cocinaban los alimentos.
Ídolos de barro cocido o esculpidos en piedra representando animales sagrados como ampatus, suris y víboras de dos cabezas figuraban entre sus trabajos preferidos, a los que se agregaban los cántaros de barro de las formas más diversas, que, pintados con guardas de colores, y cocidos, lo reputaban como un eximio alfarero.
Yurac, por su parte, se distinguía en el arte de la tejeduría. Hilaba la lana de vicuña y de guanaco con gran destreza y las telas que producía en su telar eran siempre perfectas.
Ambos esposos labraban la tierra, cultivando zapallos, papas, maíz y porotos.
Estos eran también los trabajos a que se dedicaban los restantes pobladores del valle calchaquí y que matizaban con ceremonias religiosas o fiestas a las que eran muy afectos.
Una de ellas, tal vez la más esperada, era la de la recolección de la algarroba, fruto tan apetecido y alimento tan completo que les proporcionaba pan y bebida.
Justamente en esa época, verano, los árboles cargados de frutos en sazón, señalaban la época de la cosecha.
Los coyuyos, por su parte, con el interminable concierto de sus violines incansables, que desde hacía días no cesaban de sonar de la mañana a la noche, eran como el alerta del algarrobal que en forma tan ruidosa avisaba a los habitantes del valle y de la sierra que sus vainas, doradas de madurez, se ofrecían generosas en promesa de nutritivo patay y de abundante aloja.
Esa mañana, muy de madrugada, una columna de hombres, mujeres y niños salió en dirección al monte de algarrobos llevando consigo los materiales necesarios para instalarse allí. Iban contentos y dispuestos a despojar a los árboles de sus frutos azucarados con los que llenarían los depósitos en previsión de épocas de escasez.
Se instalaron en el monte. Allí levantaron sus toldos, los que ocuparían mientras se llevara a cabo la cosecha. Varios días duró la faena.
Una vez terminada la recolección, hombres y mujeres se dedicaron a los festejos que se realizaban todos los años en ocasión semejante.
Era la "Fiesta de la Algarroba", ritual que se ofrendaba a la Pachamama y que esta vez fue, como siempre, alegre y bulliciosa.
Ese día, muy temprano, grandes cantidades de vainas de algarroba, molidas, se habían puesto a fermentar en agua, llenando bilquis colocadas a la sombra de los árboles.
Horas más tarde, este líquido sería la tan codiciada aloja, bebida fresca que encendía el espíritu y alegraba el corazón, y que constituía con la chicha, el elemento principal de toda fiesta indígena.
Llegó la noche, y a los sones de la quena y de la caja comenzaron los cantos y la danza
El entusiasmo fue en aumento a medida que los vasos repletos de aloja pasaban de mano en mano y su contenido desaparecía como por arte de magia.
En forma continuada cantaron y danzaron la noche entera.
Llegó un momento en que los bailarines, extenuados y turbados sus sentidos por las continuas libaciones, quedaron dormidos bajo los árboles, al amparo del follaje protector.
Así los sorprendió la aurora.
Días después, la vida cotidiana, sin variantes ni alternativas, había retomado su curso en la tranquila aldea indígena.
Los alfareros volvieron a modelar las vasijas de arcilla; las tejedoras a tejer mantas y yacollas de vicuña y de guanaco; los labradores a labrar la tierra, a recoger maíz, zapallos o papas; y los cazadores a buscar en el llano o en la montaña el guanaco, el suri o el armadillo que les sirvieran de alimento.
Fue uno de ellos, uno de los cazadores, el que dio la noticia.
En su peregrinar por valles y sierras, había oído hablar a los indígenas de otras tribus de la llegada de hombres extraños, de hombres blancos, que, manejando armas diabólicas, invadían los territorios de los indios, esclavizaban a los hombres, a los que obligaban a trabajar en su beneficio, y se hacían servir por sus mujeres.
Pronto corrió la noticia por toda la tribu.
Los rebeldes calchaquíes no podían admitir la idea de verse privados de su libertad y de las tierras que les pertenecían, y desde ese momento no se pensó en otra cosa que no fuera en prepararse para combatir a los invasores, dándoles su merecido.
El pueblo entero se dedicó a la fabricación de arcos de maderas flexibles, de flechas de piedra pulida con devoción, tarea ésta que realizaban dominados por el odio que les merecía el extranjero.
Unidos en su ideal de amor a la tierra de sus antepasados y a su propia libertad, los calchaquíes, raza belicosa y valiente, se preparaban para dar su merecido a los invasores, haciéndose el firme propósito de vencer o morir en la contienda.
Crespín, uno de los más valientes guerreros de la tribu, pulía con ensañamiento, puede decirse, su flecha de obsidiana, y cada golpe a la piedra era una tácita, pero real, promesa de lucha a muerte.
Junto a él, su mujer, Yurac, lo incitaba a la pelea en defensa de sus más legítimos derechos.
Pasaron varias lunas. Las noticias de la llegada de los extranjeros eran cada vez más desalentadoras. Se acercaban, y a su paso, los pueblos eran dominados por sus armas poderosas.
Las flechas fabricadas por Crespín sumaban ya una gran cantidad, pero no había una sola entre todas ellas que no llevara entre sus bordes aserrados el mismo valiente y leal propósito: expulsar al enemigo, guardando intacta y con el mayor celo la tierra de los antepasados.
Y llegó el día en que se tuvo la certeza del momento decisivo: los extranjeros estaban muy cerca.
El Consejo de Ancianos se reunió de inmediato y se tomaron decisiones inminentes.
Los guerreros prepararon sus armas, se alistaron, se impartieron órdenes para organizar la lucha...
Era necesario esperar a los invasores en la montaña, allí donde el indio encontrara una defensa natural que lo pusiera a cubierto de los ataques de los blancos. Estos, por el contrario, preferían el llano para combatir, pues la montaña, con sus vericuetos desconocidos, con sus hondas quebradas y sus peligrosos desfiladeros, favorecía las emboscadas de los naturales, profundos conocedores de sus secretos y de sus posibilidades.
Ya se hallaban todos preparados. Entre ellos se distinguían los jefes, en cuyas cabezas lucían la vincha sosteniendo la pluma roja que los señalaba como tales.
Allí estaba Crespín, valiente y decidido, que, al despedirse de su esposa, sintiendo bullir en su sangre guerrera el entusiasmo por la lucha, prometió:
-¡Hasta la vista, Yurac! ¡Venceremos a los invasores y los arrojaremos de la tierra de nuestros antepasados! ¡No abandonaremos la lucha hasta haberlo conseguido! ¡Si así no sucediera, si nuestros genios protectores nos abandonaran, una de mis flechas acabará con mi vida! -agregó con amargura.
-¡Vuelve victorioso, Crespín! El honor de nuestra raza reclama el valor y el arrojo de sus hijos. Él está en vuestras manos, heroicos guerreros del cacique Callpanchay...
-Si no volviera... -continuó más bajo Crespín- ¡no me olvides, Yurac! Ve al lugar donde haya quedado y llámame, que al oírte, mi alma estará junto a la tuya...
Yurac bajó la cabeza. Las lágrimas daban a sus ojos renegridos un brillo de azabache que intensificaban el deseo y la esperanza del triunfo.
-Volverás, Crespín... volverás... -pudo musitar apenas.
Se despidió el guerrero. Desde lejos, las huankaras, con sus sones monótonos y graves, llamaban a la lucha.
Crespín, bravo y decidido, marchó al combate.
Los picos nevados de la cordillera fueron testigos de largas caminatas por el llano y de penosas marchas por los escarpados senderos y vericuetos de la montaña, realizados por los guerreros.
Muchos habían quedado en el pucará para impedir la entrada de los extranjeros a la aldea indígena donde quedaban sus mujeres y sus hijos.
Los otros, continuaban adelante.
Entre estos últimos iba Crespín, cuyo valor y entusiasmo lo colocaban siempre en primera línea.
Pasaron varias lunas y los guerreros no habían vuelto aún.
Pero una noche en que la luna, desde el cielo, con la mansedumbre de sus rayos de plata, velaba sobre el pueblito indígena, la tranquilidad de la aldea fue interrumpida por los gritos de uno de los muchachos que, llegado del Pucará, traía una noticia que encerraba una esperanza:
-¡Ya vienen! ¡Ya vienen! -no cesaba de gritar.
Por la quebrada del Runaorko bajaban los guerreros. De lejos se los veía como una sierpe enorme deslizándose por la falda de la montaña.
A mediodía, cuando el sol enviaba sus rayos más fuertes a la tierra, llegaron los guerreros de Callpanchay.
Los recibieron con estridentes gritos de júbilo. Parecía que habían vuelto todos... Los dioses los habían protegido permitiéndoles el regreso.
Sin embargo, no estaban todos.
Yurac, con mirada ansiosa buscó a su marido. No lo halló. Preguntó angustiada. Allpacinchi le respondió:
-Crespín, osado como siempre, sin medir las consecuencias de su impulso, en un arranque de audacia y de rebeldía, protegido por las sombras de la noche, corrió al campamento extranjero decidido a dar muerte al jefe de la expedición.
Yurac lo escuchaba ansiosa, temiendo conocer el fatal desenlace de tan arriesgada aventura.
Allpacinchi continuó:
-Crespín fue descubierto antes de lograr su intento y tomado prisionero. Pero su rebeldía y su orgullo lo obligaron a realizar una acción desesperada. Tomó la flecha envenenada que llevaba en previsión del fracaso de sus planes y en el silencio de la noche y en la soledad del calabozo donde fuera recluido, se la clavó en el corazón.
Un sollozo contenido se escapó del pecho de Yurac, que, creyendo morir, volvió a su casa, y allí se entregó a la más cruel desesperación, llorando amargamente.
Cuando se hubo calmado, recordó a su marido los momentos felices vividos en él, sus conversaciones, sus consejos...
De improviso se reprodujeron en su mente las palabras de Crespín antes de partir:
-Si no volviera... ¡no me olvides, Yurac! Ve al lugar donde haya quedado y llámame, que al oírte, mi alma estará junto a la tuya...
Esas fueron las últimas palabras oídas a Crespín. Agradeció Yurac a los genios tutelares que las habían traído a su memoria, y decidió cumplir el deseo del esposo.
Sonrió dulcemente, como si hubiera hallado la forma de unirse a su marido, tomó la yacolla, la pasó por su cabeza y así defendida y preparada para soportar los fríos intensos de la cordillera, salió en dirección a la montaña, en dirección al lugar donde había quedado Crespín.
Mucho tuvo que andar, muchos fueron los peligros a que estuvo expuesta, pero nada logró detenerla. Un propósito firme la sostenía y le daba fuerzas: iba en busca de Crespín y tenía que hallarlo.
Cuando llegó al lugar donde su esposo encontró la muerte, lo llamó con suavidad:
-¡Crespín...! ¡Crespín...!
Nadie le respondió. Nadie acudió a su llamado ansioso.
Volvió a repetir el nombre amado, esta vez con mayor energía, con el propósito de que su voz llegara hasta los confines de la montaña. Fue en vano. Nadie respondió a sus llamados insistentes...
Medio enloquecida por el dolor y la desesperación, corrió en todas direcciones, repitiendo angustiada:
-¡Crespín...! ¡Crespín...! ¡Crespín...!
El resultado fue el mismo. Ni una voz, ni una respuesta en esas soledades. Sólo el eco se encargaba de reproducir el doloroso llamado que era ya un lamento:
-¡Crespín...! ¡Crespín...! ¡Crespín...!


La razón de la infeliz Yurac comenzó a nublarse. Su desesperación la llevó hasta la locura, impulsándola a recorrer en carreras locas la montaña, el llano y la quebrada, repitiendo sin cesar la única palabra que eran capaces de pronunciar sus labios:
-¡Crespín...! ¡Crespín...!
En su extravío, vio de pronto una mancha oscura en la cima de la montaña. Creyendo que fuera por fin su marido, intentó llegar hasta él y siguió su ascención por las escarpadas laderas, sin sentir las piedras que se clavaban en sus pies y desgarraban sus manos.
Sólo el hambre, la sed y la fatiga la vencían. Entonces, caía al suelo rendida y al comprobar la inutilidad de sus esfuerzos por llegar a la cumbre, lloraba su desgracia, desesperanzada e impotente.
Al pasar los días, su aspecto se fue transformando. Su piel, merced a los rigores del clima y a los vientos recios que soplan continuamente en la montaña, se fue endureciendo y secando su rostro enjuto del que resaltaban los ojos, rojos y cansados de tanto llorar.
Sus ropas, deshechas por las piedras, caían en sucias hebras de lana que apenas la cubrían.
Un único indicio de vida quedaba en ese cuerpo desfallecido y aniquilado que sólo alentaba para repetir incesante:
-¡Crespín...! ¡Crespín...!
Un día no pudo levantarse más. Estaba extenuada. Sus ojos, en ansiosa mirada hacia la cumbre, expresaban su angustioso deseo de llegar.
Levantó con dificultad sus brazos en un último, desesperado esfuerzo, y entonces, sin poder creer en lo que le ocurría -tan maravilloso era-, se sintió levantada por una fuerza poderosa... los girones de sus ropas se transformaban en plumas de color pardo, como el de la yacolla que la cubría, y sus brazos, convertidos en dos alas, la ayudaban a elevarse más y más en el espacio...
Una alegría inmensa la invadió. ¡Ahora sí que podría llegar hasta la cima! ¡Ahora sí que podría reunirse con su esposo que allí la esperaba! Su deseo convertiríase en realidad.
La esperanza volvió a su alma y en un grito, mezcla de contento y de dolor contenido, no cesó de llamar:
-¡Crespín...! ¡Crespín...!
Desde entonces, este pájaro, nacido de la conjunción del amor y de la fidelidad de una esposa, deja oír el tono lastimero de su grito, llamando al esposo que aun no ha podido encontrar:
-¡Crespín...! ¡Crespín...!



Vocabulario

* Yurac: Blanca
* Ampatu: Sapo
* Suri: Avestruz
* Coyuyos: Cigarras de la algarroba
* Patay: Especie de pan hecho con harina de algarroba
* Aloja: Bebida que se obtiene poniendo a fermentar en un poco de agua las vainas de algarroba, molidas
* Lechiguana: Avispita que fabrica miel
* Pachamama: Diosa que adoraban. Madre Tierra
* Bilquis: Tinajas
* Quena: Instrumento musical, especie de flauta de caña
* Caja: Especie de tambor
* Yacollas: Ponchos
* Pucará: Fuerte.
* Huankara: Caja, especie de tambor
* Allpacinchi: Tierra fuerte
* Chañar, Molle, Mistol, Piquillín: Nombres de árboles.

sábado, 22 de agosto de 2009

Leyenda Gaucha "El Chingolo"

Dicen que el chingolo, el pájaro que anda a saltitos, y silba al cantar, tiene su historia.
¿Sabéis cuál es? Hela aquí: Un viejo tropero decíale siempre a su hijo:
-Hijo mío, has nacido gaucho como tu padre y tu abuelo. Debes ser también, como ellos, un buen tropero... Sí, tropero... que es oficio de gaucho guapo y de ley. De día, silbando, silbando, se lleva la tropa de aquí para allá; de noche, cantando y mirando hacia el cielo, se cuida el ganado bajo las estrellas.
Pero al hijo no le gustaba el trabajo, y menos aún el oficio que su padre le daba.
Y el padre, empeñado en que su hijo fuera tropero como él, trataba de hacerlo entrar en razón con consejos unas veces, con castigos otras. Pero todo resultaba inútil: el hijo no cedía. No le gustaba la ocupación, y si alguna vez acompañaba a su padre, lo hacía con gran desgano y con mayor disgusto.
Sucedió que una tarde, padre e hijo iban arreando una tropa y tuvieron que vadear un río de torrentosa corriente.
Llegados a un paso muy hondo, los animales comenzaron a dispersarse. El viejo tropero ordenó a su hijo que impidiese el desbande.
Tan mal cumplió el hijo la orden del padre, que éste decidió hacerlo por sí mismo. Internó su caballo en la hondura del río, y como allí había un remolino, la fuerza del agua lo arrastró bien pronto. No pudiendo nadar porque la resaca y la espuma lo envolvían, murió ahogado el viejo tropero.
Lloró el hijo la muerte de su padre. Consideróse culpable de ella y comenzó a sentir un arrepentimiento profundo y un pesar muy grande.
Queriendo tranquilizar su conciencia y pagar el mal que había hecho, decidió hacerse tropero. Así creía poder consolarse de la pena que lo embargaba.
El muchacho se hizo tropero. Comenzó a encariñarse con el oficio; trabajaba en él con alegre afán.
Silbaba de día mientras arreaba la tropa; o haciendo la ronda, cantaba de noche "mirando hacia el cielo".
El silbido del tropero era más bien el suspiro de una alma que espera consuelo para su pesar.
Pero el consuelo no llegó nunca; y la calma del joven tropero se convirtió en tormento.
-¡Pobre padre! -pensaba- ¡No se cumplirán nunca sus deseos de hacer a su hijo un gaucho tropero!...
Agobiado por el dolor y el arrepentimiento, confióle al fin su tristeza a un amigo, diciéndole:
-La pena me tortura y no puedo resistirla. Pronto he de morir. Cuando mis huesos queden libres, arrójalos uno a uno a los pasos o vados de los ríos y arroyos por donde he pasado cuando acompañaba a mi padre, con gran desprecio del trabajo y mala voluntad para cumplirlo.
Prometióle el noble amigo satisfacer su pedido, y después de un tiempo, así lo hizo.
Dicen que el agua fue gastando poco a poco los huesos del tropero arrepentido, y que después de largos años, fueron esos huesos tomando la forma de huevos.
Dicen también que de cada uno de esos huevos nació un pajarito.
Ese pajarito es el chingolo. Anda a saltitos para recordarnos que aquel hijo que no amaba el trabajo y que desobedeció a su padre, no pudo llegar a ser feliz.
Silba cuando canta, porque el tropero silba y canta de día y de noche azuzando la tropa en la soledad de los campos.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Leyenda Guarani "Cataratas de Iguazu"




La exuberante vegetación de la selva tropical envuelve el paisaje con el embrujo de su magnifica belleza.

Los árboles elevan sus copas al cielo en isipós, helechos y bejucos, y se mezclan y se entrecruzan unos con otros en cascadas de verdes intensos, de amarillos, de sepias y de pardos.

El duro lapacho cubierto de flores violáceas, el peteribí festoneado de pétalos blancos, el Jacarandá que luce su floración añil, el ivirá pitá con su manto de corolas amarillas, y los cedros, los algarrobos, los quebrachos y los timbós, que forman la abigarrada selva, son cuna y sostén de las maravillosas orquídeas que, en múltiples formas y coloridos hermosos, se ofrecen con profusión a los ojos admirados de los que llegan a gozar de belleza tan extraordinaria.

Y junto a esta hermosura de formas y de colores, el magnífico espectáculo del río, del Iguazú, del Agua Grande, como bien lo nombraron los primitivos habitantes de la región.

Fue en tiempos de los guaraníes, precisamente, hace muchísimos años, tantos que no se podría determinar su número.

En ese marco de Soberbia belleza, en una choza levantada junto a la orilla, defendida por los colosos de la selva, vivía Panambí con su madre.

Tan bonita y tenue como mariposas que en vuelo raudo cruzaban la floresta, era esta Panambí de la leyenda.

Bonita, muy joven, de grandes y expresivos ojos negros y lacio y brillante cabello, vivía gozando de los dones que le brindaba la naturaleza.

Su voz armoniosa se desgranaba en dulces melodías, cuando, dirigiendo la frágil canoa, llevando su cesto tejido con fibras de yuchán, iba en busca de apetitosos frutos o de exquisita miel silvestre, de camoatí o de lechiguana.

Su madre la oía desde lejos y distinguía su voz cristalina destacándose del ruido que hacía el agua al precipitarse desde la altura y de los trinos de los pájaros que cantaban en la fronda...

Panambí llegada fresca y armoniosa, con su cesto repleto de provisiones. Era una flor más, entre las flores de la selva y su sonrisa constante reflejaba su amor a la vida, su alegría de vivir.

Un día, como tantos otros, Panambí, con su cesto enlazado en el brazo, llegó hasta la orilla donde se hallaba amarrada la canoa. marchaba a su cabaña llevando el tribuno del bosque.

Desató el cordel que sujetaba la canoa; tomó la pala y a los pocos instantes, manejada con pericia, la embarcación se deslizaba por las aguas tranquilas en dirección a su oga.

Volvía del grupo de islas a las que había llegado en busca de frutos y de miel de camoatí. Allí el río era ancho y la corriente muy suave. El crepúsculo teñía de rojo, violado y oro, las nubes y las aguas.

La vegetación de las orillas, erguida o inclinada sobre el río, ponía un marco de verdes diversos en el paisaje.

A mitad de camino se cruzó con otra canoa. La dirigía un indio joven, desconocido para ella, que la miró, con curiosidad primero, con interés, luego.

El indio, apuesto, de piel cobriza y brillante, de cuerpo recio y brazos fuertes, impulsaba la canoa con movimientos firmes y precisos.

Al pasar cerca de la doncella, clavó sus ojos dominadores en la dulce Panambí y una gran admiración se pintó en ellos.

La niña quedó como hipnotizada, incapaz de separar su vista del desconocido que así la había impresionado.

Continuó mirándolo en la misma forma hasta verlo desaparecer en la lejanía. Por un momento quedó inmóvil, en medio del río, la canoa mecida suavemente por el vaivén de las aguas.

Cuando volvió a la realidad, la luna había extendido su manto de plata y se reflejaba en el río dibujando una estela brillante.

Pensando en su madre que la esperaría ansiosa, dio a la pala un impulso vigoroso y la canoa surcó las aguas con rapidez.

Al llegar a su cabaña, tal como se lo figuraba, la madre la esperaba afligida.

- ¿Qué te ha sucedido, Panambí? ¿Cómo vuelves tan tarde? - le preguntó.

- No sé... madre... - respondió la niña con mirada ausente.

La madre la miró sorprendida. Una expresión desconocida, como ausente, se pintaba en el semblante de la niña. Por eso, alarmada, insistió:

-¿Qué te ha sucedido, Panambí? ¿No habrás hallado, por ventura, a Pyra-yara?

La niña la miró con mirada turbada y nada respondió. Ella misma no sabía lo que sucedía: pero eso si, sabía que no estaba como siempre.

El recuerdo del apuesto muchacho que viera en el río, no la abandonó desde entonces.

Si caminaba sobre la tierra rojiza que formaba los senderos, o marchaba por la selva separando helechos e isipós para poder pasar, o recostada en su hamaca miraba al cielo azul, o junto a la orilla mojaba sus pies en el agua clara que lamía la playa, la imagen del desconocido estaba siempre ante ella como un ser sobrenatural que la hubiera hechizado.

Sólo ansiaba que llegara la tarde para tomar su canoa y marchar a las islas, con la esperanza de volverlo a ver.

Y cada tarde y cada crepúsculo, el encuentro se repitió durante mucho tiempo.

Una noche, la paz reinaba en la selva y en la cabaña de la orilla, cuando se oyó, viniendo del río, un ruido de remos que hendían las aguas. Estas, a su contacto, se agitaban y se encrespaban, levantándose en olas que golpeaban con furia en la playa.

Panambí tuvo un sobresalto y se despertó como al conjuro de un mandato ineludible.

Abandonó la hamaca tejida, de algodón, donde hallaba descansando, y corrió a la orilla atraída por el llamado del desconocido que en ese instante pasaba con su canoa frente a la niña.

Panambí miraba absorta hacia el medio del río.

La misma fuerza que la impulsó hasta allí la condujo hacia el lugar donde se había detenido la canoa.

Al introducir sus pies en el río, éste se calmó y una superficie de aguas mansas y tranquilas la invitó a llegar hasta la embarcación que esperaba.

Panambí, inconsciente, obedeció a la fuerza poderosa que la dominaba y
entró en el agua, la mirada fija en un punto lejano...

Las aguas, bajas al principio, sólo taparon sus pies, pero a medida que se internaba en ellas, iban cubriendo todo su cuerpo hasta que en un instante, sin notarlo siquiera, con la visión del apuesto guerrero que aún la esperaba, Panambí se hundió en las aguas que la envolvieron con su manto de cristal.

Poco después, el cuerpo exánime de la doncella, llevado por las aguas, aparecía junto a Pyra-yara, que no otro era el extraño ocupante de la embarcación.

El Dueño del río y de los peces, la tomó entre sus brazos fuertes y colocó el cuerpo sin vida en una balsa de juncos y tacuaras que flotaba amarrada a la popa de su canoa.

Con tan delicado botín, dirigió su embarcación hacia el lugar donde las aguas, al despeñarse en el abismo, formaban una enorme caída.

Los cabellos de Panambí, fuera de la balsa, marcaban una estela oscura en las aguas del río.

Navegaron durante algunos instantes, hasta que un ruido sordo e impotente, anunció la proximidad de la caída.

Al llegar, la canoa dirigida por Pyra-yara, apenas apoyada en las aguas, cayó al abismo formando un todo con la masa líquida, para seguir allí abajo el curso del río, como si no hubiera tenido que pasar semejante obstáculo, demostrando con ello su naturaleza sobrehumana.

No sucedió lo mismo con el cuerpo de Panambí que, despedido de la balsa por el potente impulso de la caída, quedó preso entre piedras del gran macizo por donde se volcaban las aguas al abismo, convirtiéndose en piedra ella misma y guardando sus formas humanas.

Un chorro de agua muy blanca y muy tenue se desliza desde entonces por su cabeza y cubre su cuerpo de piedra semejando un velo de novia que se deshace en gotitas de cristal antes de volver a formar parte del caudal del río.

Ese fue el final de Panambí, la enamorada de un imposible, que olvidó que Pyra-yara, Dueño del río y de los peces, es incapaz, por ser esencia divina, de amar a ninguna mujer sobre la tierra.

Vocabulario

IGUAZU: (I: agua; GUAZU: grande) Agua grande.
PANAMBI: Mariposa.
YUCHAN: Palo borracho.
OGA: Casa.
CAMOATI: Avispa melera.
PYRA-YARA: Dueño del río y de los peces.

sábado, 15 de agosto de 2009

Leyenda Araucana "El Cardo"

El sol caía a plomo sobre la pampa, calcinando la tierra. Los pastos habían desaparecido y los árboles resecos mostraban sus ramas desnudas y pardas cubiertas con el polvo gris que se levantaba del suelo.

Los pocos animales que quedaban, escuálidos y desganados, hundían sus hocicos donde creían encontrar el suelo húmedo o se echaban sin exhalar un quejido, pues ya no les quedaban fuerzas ni para eso.

Se hicieron muchas rogativas, pero el huenu se negaba a enviar el agua bienhechora.

En la tribu del gulmén Huiltrú reinaba la desesperación y la muerte. Los nativos no recordaban haber pasado jamás una sequía semejante.

Varios pobladores de la aldea habían tratado de alejarse en busca de algún lugar donde no faltara el agua, pero fue en vano. Debieron volver porque en mucha distancia a la redonda el panorama era aún más desolador.

Gulmén Huiltrú decidió realizar esa mañana el hillatrún, la fiesta que se celebraba cada dos años para rogar por el bienestar del pueblo, y que aunque no correspondía, dado el tiempo transcurrido desde que se realizara la última, era necesario efectuar a fin de que los ruegos fueran escuchados por los espíritus bienhechores.

Toda la tribu acogió la idea con vivas muestras de satisfacción, y de inmediato comenzaron los preparativos.

Se improvisó la capilla en medio del campo. Allí se depositaron las más variadas imágenes a quienes se dedicaba el huillatrún.

Buscaron luego un indiecito y una indiecita de ocho años más o menos, a los que pintaron los rostros con celeste y blanco, dándoles un aspecto original y llamativo. Así debía ser, pues estaban destinados a ser los ídolos de la fiesta.

Ellos, con su inocencia, eran los encargados de interceder entre los indígenas y los espíritus a quienes iban dirigidos los ruegos.

Se oyó a lo lejos el redoble de un cultrún. Un grupo de gente se acercaba encabezado por el machi más anciano de la tribu, que era quien ejecutaba el redoble monótono e interminable.

Llegó el grupo a la capilla improvisada. y allí, de pie, rogaron todos por el perdón de las malas acciones cometidas y pidieron con toda unción el agua bienhechora que los salvara de la muerte.

Después de pasado un tiempo bastante largo se hizo una pausa para dar oportunidad de descansar a los que realizaban las rogativas, pausa que aprovecharon no sólo para reposar sino para beber pulcu de. manzana y para comer carne de guanaco.

Varios descansos como este realizaron durante la mañana y todos con la misma finalidad.

A mediodía se dio por terminada la ceremonia.

Esa noche, mientras una suave brisa refrescaba el ambiente caldeado e insoportable, volvió el machi a invocar a los dioses haciendo conjuros para expulsar a Huecuvú, que era, sin duda, el culpable de los sinsabores y las desgracias que los habían alcanzado.

Los animales, extenuados, que se tiraban en el campo reseco y endurecido, no se volvían a levantar. Víctimas de una completa inanición, se dejaban morir...

Los hombres, vencidos por el calor y la fatiga, se echaban sobre la tierra desnuda, de la que se desprendía un calor de infierno.

El hechicero no dejaba de invocar a los dioses tutelares, previendo, con toda razón, que si una lluvia abundante no caía sobre la región; el fin de todos estaría muy próximo.

Después de medianoche, cuando el lucero del alba se hizo visible a sus ojos cansados, lanzó un grito de júbilo. El Espíritu del Agua, sensible a sus ruegos, se hizo presente y prometió. acceder a las súplicas de la tribu. Enviaría la tan esperada lluvia... Pero a cambio de un sacrificio que exigía.
No había sacrificio que los indígenas no estuvieran dispuestos a realizar a cambio del agua, que era para ellos esperanza de vida.

Sin embargo, no creyeron que las exigencias del Espíritu del Agua fueran tan terribles.

El hechicero, consciente de la magnitud de la demanda, repitió apesadumbrado las duras palabras del Genio de las Aguas:
-La más hermosa de las doncellas deberá acompañarme a las regiones ignotas del más allá, donde sólo tienen cabida las almas de los mortales. Para que su transformación
sea posible, toma este líquido. El será el encargado de quitarle la vida permitiendo al alma desprenderse de él y volar al Alhué Mapú.

Consternados escucharon los indígenas y un murmullo de asombro acompañó las últimas palabras del machi. No cabía la menor duda: la doncella más hermosa era Rayen, la hija preferida del cacique.

Temerosos pronunciaron su nombre:
-Rayen. .. Rayen...

El cacique nada dijo. Oyó imperturbable la sentencia. Su hermosa hija, presente en ese momento, se adelantó y acercándose al hechicero, le pidió:
-Dame, Curá... El veneno ha sido destinado para mí y yo me siento orgullosa de sacrificar mi vida por salvar la de mi padre y la de mi pueblo.

El cacique, desesperado al tener que perder a su hija predilecta, a cambio de la salvación de la tribu, con gesto rebelde y palabra amarga, mirando a los astros, se quejó:
-¿Por qué para conseguir la vida de unos, es necesario el sacrificio de la vida de otros?

Para conformarlo, el hechicero le respondió:
-Mi señor, los mandatos del Genio del Agua deben ser cumplidos sin protestas si no queremos que su venganza recaiga sobre todos. Pensad en vuestro pueblo, señor...

-En él pienso... Pero también pienso que para que mi pueblo se salve, debo sacrificar a mi hija, a quien no hay otra doncella que iguale en belleza ni la aventaje en bondad. ¡Yo no puedo sacrificar a mi hija!

Rayen, que sin que su padre lo notara había oído sus desconsoladas palabras, se acercó a él y acariciando su cabeza vencida por el dolor lo conformó:
-No te doblegue la pena, padre mío. Bello destino es el de mi vida si con ella logro salvar a mis hermanos. A ellos la ofrezco. A ellos y a ti, para quien deseo una existencia muy larga dedicada al bien y a la felicidad de tu pueblo al que gobiernas con tanta bondad y justicia.

Y sin que su padre pudiera evitarlo acercó a sus labios el recipiente que le entregara el machi, y de un sorbo, apuró el contenido.

-¿Has visto padre? Fue fácil y ya está. Que mi sacrificio sea la felicidad de los míos...

- Dio unos pasos por el campo seco y a poco cayó sin vida.

El cacique dio un grito y los que lo rodeaban bajaron la cabeza impresionados por tanto dolor.

La aurora, que había comenzado a teñir el cielo por oriente de rosado y añil, se vio interrumpida en su tarea de distribuir luz y colores por negros nubarrones que cubrieron el firmamento.

Un trueno resonó a lo lejos, acompañado de agudas lenguas de fuego que parecían hendir las nubes.

Desde ese momento no cesaron los truenos ensordecedores y los relámpagos impresionantes. Cayeron grandes gotas que desaparecían al instante absorbidas con ansias por la tierra reseca.

Resonó un trueno más fuerte que los otros y una cortina de agua unió, al instante, el cielo con la tierra. Una lluvia copiosa y refrescante no cesó de caer. Ávidos bebían los indígenas, y en un arranque de exaltación y de locura corrían bajo el agua hasta empaparse, mientras destemplados gritos de júbilo saludaban la llegada del agua salvadora.

Cuando la tormenta amainó, la tierra mojada prometía vida y bienestar.

El cacique, entonces, queriendo dar un último abrazo al cuerpo exánime de su hija, corrió al lugar donde cayera... pero no la halló.

Rayen había desaparecido.

En el lugar donde la bella y valiente hija del cacique, había exhalado su último suspiro, una planta nueva, espinosa, elevaba sus hojas verdegrisáceas sobre la superficie.

Entre ellas surgían unas hermosas flores azules que guardaban en su tallo el agua que tanto había costado conseguir.

Así nació el cardo.

Esta planta previsora guarda en su seno el agua vivificante que la ayuda a sobrevivir y que se ofrece al ganado cuando la sequía devasta los campos, la hierba desaparece y las llanuras desoladas son un páramo donde la vida se extingue.

Y vuelve así a repetirse el sorprendente milagro por el que inmoló su vida la hermosa y
abnegada hija del cacique Huiltrú.

Vocabulario

HUENU: Cielo

GULMÉN: Cacique

HUILTRÚ: Caldén

HUECUVÚ: Demonio

ALHUÉ MAPÚ: País de los muertos

CULTRÚN: Tambor

RAYEN: Flor

PULCU: Chicha. Bebida fermentada

CURÁ: Piedra

MACHI: Hechicero, curandero

miércoles, 12 de agosto de 2009

Leyenda Calchaqui "El Cardenal"

Cuando el añil y el rojo, el amarillo y el anaranjado, tiñeron el cielo y el cerro con los colores del crepúsculo, pintando con tonos de incendio las talas, los mistoles, las jarillas, los algarrobos y los guayacanes, los guerreros de Pusquillo, el valiente cacique calchaquí, descendían por los senderos de la montaña abrupta.
La brisa suave del atardecer llevaba hasta el valle el perfume de la jarilla, del ucle y de la flor del aire.
La distancia que separaba a aquellos hombres de su aldea indígena era grande aún. Tendrían que caminar toda la noche para llegar antes del amanecer.
El sol terminó de ocultarse por completo en occidente y el cielo perdió los brillantes colores que le prestaban sus rayos.
Comenzó a oscurecer.
Por oriente apareció la luna iluminando con luz tenue la bóveda azul.
Apuraban el paso los guerreros indígenas aprovechando la claridad de la noche de luna, que les permitía marchar con seguridad por los peligrosos senderos de la montaña.
Llegaron al bosque. El verde de los añosos chañares, de las talas espinosas, de los yuchanes de amplia copa, de los viejos algarrobos, se intensificaba al ser alcanzado por los rayos de la luna que, al filtrarse por entre el follaje, dibujaban en la tierra caprichosas figuras de plata.
Entraron al bosque los guerreros de Pusquillo. Marcharon por estrechos senderos acompañados por el misterioso rumor de la selva, por el suave rozar de las alimañas que la pueblan, por el vuelo de algún pájaro cuyo sueño interrumpió el paso de los intrusos...
Un deseo los animaba: llegar cuanto antes a su pueblecito del valle de donde salieran hacía ya cuatro lunas.
Marchaban callados. Sólo se oían sus voces cuando alguno de ellos, advertido de algún peligro, daba el alerta a los demás.
Al frente iba Ancali, el hijo mayor de Pusquillo, valiente como él y como él querido y respetado por su pueblo.
Llegaron a un claro del bosque. Ancali se detuvo de improviso, indicando a los demás, con un gesto, que suspendieran la marcha. Su mirada sorprendida estaba fija en una figura extraña que su sagacidad había descubierto.
Se acercó a ella con toda precaución temiendo que se desvaneciera, y pudo comprobar que era real. Una hermosa joven, recostada contra un corpulento pacará, dormía plácidamente. Un rayo de luna iluminaba su rostro pálido, y arrancaba destellos de plata de la túnica con que cubría su esbelto cuerpo. En su regazo descansaba un manojo de rosadas flores de samohú cuyo perfume tenue percibieron los recién llegados.
Rumores de admiración de sus compañeros escuchó Ancali. Se acercó sigiloso para no despertar a la niña y, cuando se hallaba cerca, no pudo reprimir su entusiasmo:
-¡Acchachay! -exclamó muy bajo.
Como al conjuro de una orden misteriosa, despertó la joven y al verse rodeada por desconocidos, los miró azorada. Se levantó con presteza y su mirada sorprendida se fijó en Ancali, alto, fornido, de rostro recio y expresión cordial que en ese momento con voz afable le preguntaba:
-¿Quién eres y qué haces en los dominios de Pusquillo?
-Soy Vilca, hija de Chasca y de Mama Quilla. Mi madre me envía a la tierra para que siembre bondad entre los hombres -respondió la niña con dulce voz y expresión humilde.
Era tanta su belleza, tanta sumisión había en el tono y tanta ternura en las palabras, que Ancali se sintió atraído por la desconocida. Siguiendo un impulso generoso le ofreció:
-Ven a la tribu de mi padre donde serás bien recibida. Ven con nosotros...
Un rayo de luna dio de lleno en el rostro de Vilca. Ella, entonces, creyendo ver en el hecho una demostración de la conformidad de Mama Quilla, su madre, aceptó agradecida.
Se unió a los guerreros y al frente del grupo, al lado de Ancali, marchó por el sendero del bosque entre lianas y plantas trepadoras que caían desde las ramas de los árboles semejando cascadas de verdura.
La calma era total. De improviso, un lamento extraño, doloroso, surgido del interior del bosque cruzó el aire sobrecogiendo de espanto, con el maléfico augurio de su grito, al grupo que marchaba desprevenido.
-¡El alilicucu! ¡El alilicucu! -dijeron en voz baja los guerreros de Pusquillo, capaces de las proezas más inverosímiles, pero que temían como si fueran niños los misterios que consideraban sobrenaturales.
Un nuevo lamento agudo y desesperado hendió el aire y otra vez se oyó como un murmullo, el temor pintado en cada sílaba:
-¡El alilicucu! ¡El alilicucu!
Al mismo tiempo, un solo pensamiento dominó a todos: "¿Qué desgracia presagian los gritos de esa ave nocturna que nadie ha podido ver, pero que a todos causa terror?" "¿Qué nos irá a suceder??
Atemorizados, como bajo el peso de un vaticinio funesto, cruzaron el bosque.
Cuando por fin salieron de él, el valle dormido les devolvió la tranquilidad perdida. La luna bañó con su luz de plata el sendero que debían recorrer...
Hicieron el camino bajo un cielo sembrado de estrellas.
Llegaron a los toldos cuando el lucero del alba brillaba con luz intensa en el firmamento. El sol asomó por oriente y las nubes se tiñeron de lila y de oro. Del bosque, convertido por influjo de la aurora en sonora caja musical, llegaban el trino alegre de los pájaros y el arrullo tierno de las palomas que despertaban con la naturaleza.
La brisa traía de la sierra esencias de tomillo y de azahar.
La vida recomenzaba. En la toldería fácil era comprobarlo. Todos estaban en movimiento. Madrugadores por naturaleza, los primeros rayos del sol marcaban el comienzo de la actividad diaria y desde ese instante cada uno cumplía con la tarea que tenía señalada.
Ancali y sus compañeros fueron recibidos con alborozo.
Los cazadores se despojaron de armas y flechas entregando a sus familiares el producto de tantos días dedicados a la caza: venados, guanacos, suris, plumas vistosas de raro colorido, pieles de jaguar...
Vilca, mientras tanto, permanecía ignorada. Nadie había reparado en ella. Junto a un arrayán florecido era muda espectadora de la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
De improviso oyó, a su lado, una voz que le preguntaba:
-¿Quién es la imilla que con asombro asiste a la llegada de nuestros cazadores?
Dióse vuelta la niña y vio, junto a ella, a un hombre de cierta edad, de tez cobriza, cabello lacio y mirada penetrante. Llevaba en su cabeza una toca redonda que caía hacia la espalda en un pliegue de forma triangular. Era la tanga usada por los hechiceros.
Segura, por este hecho, de que se hallaba ante uno de ellos, iba a responderle, cuando oyó al desconocido que, al tiempo que clavaba su vista penetrante en ella, sonriendo volvía a preguntarle:
-¿Quién eres, extranjera? ¿De dónde vienes?
-Soy Vilca -respondió medrosa-. Soy la hija de Quilla y de su reinado vengo.
-¿Cómo llegaste hasta los dominios del gran cacique Pusquillo? -inquirió curioso el hombre.
-Los cazadores me encontraron en el bosque y con ellos he venido...
En ese instante, del grupo de cazadores se separó uno de ellos. Era Ancali, que con un precioso manojo de plumas de ave del paraíso se dirigía hacia donde se hallaba la extranjera.
Asombrados miraron todos al hijo del cacique, y su sorpresa fue mayor cuando distinguieron a la desconocida que conversaba con Suri, el hechicero.
Llegó Ancali hasta ella y ofreciendo a Vilca las hermosas plumas, la invitó:
-Toma, Vilca... Adorna tus cabellos y acompáñame. Mi padre, el cacique Pusquillo, quiere verte. Ven.
Obedeció la niña y pocos momentos después se hallaba ante el cacique quien, ganado por su simpatía y por su hermosura, la recibió afable y cariñoso considerando de buen augurio que Quilla, la reina de la noche, se hubiera dignado enviarles una hija suya.
Mientras tanto Suri, el hechicero, despechado por lo que él consideró un desprecio, al no ser llamado para la presentación de la extranjera al curaca de la tribu, sintió por ella, que absorbía la atención de todos, una envidia sin límites. Sus sentimientos mezquinos lo incitaron a cometer una injusticia, sintiendo desde entonces una marcada aversión por la dulce Vilca, ajena por completo a tal sentimiento. La odió y se prometió hacerle imposible la vida en la tribu hasta conseguir que la abandonara.
Ignorando tan bajos propósitos y sintiéndose, en cambio, querida por todos, Vilca era feliz, muy feliz en los dominios de Pusquillo.
Suave y delicada por naturaleza, se granjeó de inmediato la simpatía y el cariño de la tribu. Participó de las tareas de las mujeres y se adiestró en el tejido del algodón que cosechaban en las extensas plantaciones de la región, constituyendo una de sus principales riquezas. Aprendió a hilar la lana y a tejerla.
Esa mañana, muy temprano, Vilca, instalada frente a su telar, tejía una tela destinada a hacer una túnica por encargo del curaca, cuando llegó Ancali.
-Buen día, Vilca. ¿Qué tejes tan temprano? -la saludó.
-Buen día Ancali. ¡Qué pronto has vuelto! Tu padre me ha encargado que teja una túnica de cumbi para enviar a su Señor.
-Hermoso está quedando tu trabajo, Vilca. Su brillo y su finura harán que mi padre se sienta orgulloso de presentarla al Inca.
-Es un placer trabajar con lana de vicuña. La prefiero a la de guanaco que debo emplear para tejer nuestros vestidos de abasca, tan burdos y gruesos. Y tú ¿qué traes en tu llama cargada? ¿De dónde vienes?
-Acabo de llegar de Andalgalá, donde he ido en busca de anta.
-¿Lo conseguiste?
-¡Ya lo creo! Es metal que abunda en esa región, de modo que he traído en gran cantidad. Mira la carga de mi llama y dime si no tengo razón. Voy a descargarla, que el viaje ha sido largo y el animalito merece descansar; pero antes quiero darte esto que he traído para ti... -terminó diciendo, al tiempo que le entregaba un objeto de plata que Vilca tomó con cuidado.
-¡Oh, Ancali! ¡Qué topo precioso! Es de plata y de cobre -agregó colocándolo sobre su pecho como deseosa de ver el efecto que causaba.
Era un disco de metal del que se desprendía un alfiler.
-¿Te agrada mi regalo?
-¡Tanto...! que espero ansiosa que llegue la primera fiesta para lucirlo y con él prender mi manta. Eres muy bueno, Ancali. Muchas gracias
Ninguno de los dos suponía que en ese momento alguien, oculto muy cerca, observaba la escena con fastidio.
Era Suri, el hechicero, que, despechado y con odio, murmuró para sí:
"No te ha de durar mucho esta felicidad, Vilca, ambiciosa. ¿Crees que llegarás a ser la esposa del hijo del cacique? Ya verás que no podrás lograrlo. Yo lo impediré, intrusa..."
Ancali, mientras tanto, había ido a descargar su llama.
De allí volvía cuando lo alcanzó un muchacho que lo llamaba pues su padre deseaba verlo. Al pasar junto a Vilca, le dijo:
-Mi padre me llama. En cuanto pueda, volveré. Tengo deseos de conversar contigo. Hasta luego.
-Hasta luego, Ancali. Aquí estaré esperándote.
No creyó encontrar así a su padre. Estaba muy débil y su aspecto, su palidez y su falta de energía, decían bien a las claras que estaba enfermo. Ancali, sorprendido y ansioso, le preguntó:
-¿Qué te sucede, padre? ¿No te encuentras bien?
-Así es, hijo mío. Las fuerzas me faltan... ¡Me siento tan débil!
-Pero ¿qué ha sucedido durante mi ausencia? No estabas enfermo cuando me fui...
-No... Tienes razón. De pronto me he sentido débil... Las piernas no me sostienen y creo que cada día que pasa estoy peor. Temo que nuestros antepasados me llamen a su lado al País de las Almas...
-¡Eso no puede ser, padre! Te habrás descuidado. ¿Tomas los remedios que te indicó Suri?
-Sí... hijo... sí -balbuceó el viejo curaca.
-No serán suficientes. Si es necesario llamaremos a otro machi...
-No... No habrá necesidad. Suri me cuida con esmero. Todos los días a la caída de la tarde y mirando los últimos rayos esconderse detrás del horizonte, tomo en presencia del hechicero la poción de hierbas que él prepara para mí... Pero ya lo ves, nuestros dioses quieren llevarme de la tierra y yo siento que voy a morir...
-¡No será, padre! ¡Te curarás!
-Se cumplirá la voluntad de nuestros genios tutelares; pero es necesario estar preparado. Por eso te he llamado, Ancali. Tú has de sucederme en el poder y no quiero morir sin que hayas elegido a la compañera de tu vida. Elige entre nuestras doncellas... Que sea buena y justa como tu madre lo fue... Sólo así te hará feliz y hará la felicidad de tu pueblo. Y yo moriré tranquilo...
-Padre, mi elección está hecha y sólo aspiro a tu aprobación -respondió Ancali-. Quiero a Vilca, padre, y si no me he animado antes a confesártelo, es que, por tratarse de una extranjera, temí tu desaprobación. Pero ahora sé que la quieres y que aprecias sus condiciones. ¿Conscientes, padre, en que ella y no otra sea mi compañera? Es buena, justa y humilde. Es la única capaz de hacerme feliz. ¿Lo consientes padre?
-No sólo lo consiento, sino que lo apruebo, hijo mío. Vilca es buena y afable y es hija de Quilla. Debemos sentirnos orgullosos de que nos haya entregado a su hija. Los dioses han querido favorecernos. Estoy muy contento con tu elección, hijo... Ve a buscar a Vilca... Quiero que conozca mi aprobación... Será necesario que la ceremonia se lleve a cabo cuanto antes... -terminó el curaca, desfallecido.
-No será tan pronto, padre. Antes quiero ir al Nevado de Pisca Cruz en busca de la raspadura de piedra de la cumbre, del lugar donde caen los rayos, que curará tus males. Vilca te cuidará durante mi ausencia y a mi vuelta, cuando te halles completamente restablecido, me uniré a ella para siempre. mama Quilla nos protegerá desde el cielo. Voy en busca de mi novia, padre.
Al salir de la casa, Ancali se cruzó con Suri que llegaba, como todas las tardes, con la poción destinada a su padre.
En el horizonte, encendido en fulgores de incendio, el sol escondía sus últimos rayos.
Corrió Ancali en busca de su prometida. Cuando volvió con ella, feliz al poder realizar su mayor deseo, la presentó a su padre.
El anciano se hallaba tendido en el lecho, con los ojos cerrados, respirando con dificultad.
Desde un rincón en sombras, observaba Suri. Ancali tuvo un sobresalto. Su padre estaba peor que cuando él lo dejara hacía unos instantes. Vilca frotó la frente del anciano con hierbas aromáticas y el viejo cacique abrió los ojos. Después, con dificultad, levantó una mano y con voz desfallecida balbuceó:
-Que seáis felices, hijos míos. Que nuestros dioses os protejan...
Cerró los ojos nuevamente y recostó pesadamente la cabeza.
Vilca y Ancali se miraron consternados.
El hijo tomó una resolución:
-Quédate con él, Vilca. No te separes de su lado. Yo corro al Nevado de Pisca Cruz a buscar la piedra que cura...
Al oír estas palabras salió el machi de la sombra y encarándose con los jóvenes, profetizó:
-Los dioses no están contentos, por eso quieren la muerte del curaca. Hay en la tribu alguien que provoca la ira de nuestros antepasados. Alguien a quien debe haber enviado Zupay... ¡Ten cuidado, Ancali!
Con paso mesurado y una significativa mirada cargada de odio dirigida a Vilca, salió el hechicero.
-¿Qué ha querido decir el machi, Ancali? ¿Por qué me miró con encono? ¿Por qué sospecha que soy enviada de Zupay?
-Nada puedo explicarme -repuso consternado el joven-. Pero en cambio desconfío... Desconfío de Suri. Sus pócimas empeoran a mi padre. Creo que en lugar de buscar la salvación de su vida, trata de darle muerte. Y mi padre, en cambio, ¡confía en él! ¡Con qué fe sigue sus consejos y toma los brebajes preparados por él! Yo, por mi parte, he creído comprender que Suri nos odia... Pero, ¿por qué? -terminó ansioso.
-Ancali... escucha... Nunca quise hablarte de esto porque no hallé razón para hacerlo. Pero ahora es necesario que sepas... A quien odia el machi es a mí... Me lo dijo hace tiempo... para convencerme de que abandonara la tribu... Y me amenazó con males irreparables... de los que habría de sentirme culpable... No lo creí. Sin duda ha llevado la venganza contra tu padre por haberme admitido en sus dominios...
-¡Cómo es posible! -le interrumpió Ancali indignado-. ¿Qué razón puede tener?
-Supone que yo, hija de Quilla, poseo facultades superiores a las suyas y desea arrojarme de aquí. El no ve con buenos ojos nuestro matrimonio. Cree que es la oportunidad que busco para ejercer luego mis poderes contra él y quiere vengarse en ti para que me arrojes de tu lado. ¡No permitas que continúe atendiendo al cacique!
-Tú confirmas mis sospechas... No abandones a mi padre mientras dure mi ausencia. Correré tan rápido como el venado y dentro de dos días, cuando Inti envíe sus rayos más cálidos a la tierra, estaré de vuelta con la piedra milagrosa que salvará a mi padre...
Se despidió Ancali y desde ese momento Vilca no se separó del anciano curaca. Este, agobiado por la fiebre yacía inconsciente, mientras de sus labios brotaban palabras entrecortadas pronunciadas en el delirio.
La noche fue terrible. Entre estertores y gemidos pasó el enfermo sus horas.
Vilca, con el cariño y la suavidad que le eran propios, cubría la frente ardorosa con hierbas aromáticas.
Un rayo de luna penetraba por la abertura de la entrada.
A la madrugada creyeron que el enfermo reaccionaba. Su lucidez era completa y aunque se expresaba con dificultad, sus ideas eran claras. Llamó a la futura esposa de su hijo para decirle:
-Vilca, hija... ya puedo llamarte así porque te considero hija mía... Voy a morir... Lo presiento... Nuestros antepasados me llaman a su lado y mi hora llega. Haz feliz a Ancali y dile, cuando llegue, que espero que su gobierno sea justo... que no descanse hasta lograr la mayor felicidad y el completo bienestar de su pueblo... Ahora, hija mía, llama a Llamta. Es el más adicto de mis guerreros. Quiero morir mirando el cielo... Quiero que me lleven bajo los árboles...
Los deseos de Pusquillo se cumplieron. Entre varios fornidos guerreros lo transportaron fuera, colocándolo bajo la sombra de un añoso y corpulento chañar cuyas flores amarillas caían como lluvia de oro sobre el cuerpo del cacique.
Rodearon el lecho del enfermo con flechas clavadas en el suelo para evitar que la muerte pasara.
Luego, el machi, presidiendo las ceremonias para rogar por la salud del curaca, invocó a Yastay, diciendo con voz monótona y dolorida:

Yastago, abuelo viejo,
perdone si le han hecho mal,
¡padrecito viejo, kusiya!

De inmediato, con tutusca y maíz bien yuto, amasaron una figura de guanaco, lo bañaron en chicha y lo cubrieron con hojas de coca.
Una vez así preparado, pasaron el pequeño guanaco por el cuerpo del enfermo haciéndolo con especial cuidado sobre la cabeza. Limpiaron con cunti la grasitud dejada sobre la piel del curaca por la figura del animalito, y una vez cumplido este rito, enterraron al pequeño guanaco en un lugar cercano a donde se hallaba el cacique moribundo, y lo rociaron con abundante chicha. Mientras tanto, grandes orgías acompañadas por cantos y súplicas se realizaban en las proximidades de este sitio, ofrecidas a los dioses para que tomaran a su cargo la salvación del enfermo.
Al lado de éste se encontraba Vilca, que, como lo prometiera, no abandonó un instante al padre de su novio.
En el cielo temblaban las estrellas...
La respiración del viejo curaca era penosa y entrecortada. De vez en cuando un rictus de dolor se dibujaba en su rostro. Sus manos se crispaban sobre la manta que lo cubría, y sus labios resecos balbuceaban apenas:
-Agua...
Vilca, entonces, con suma dificultad lo incorporaba y valiéndose de un puco le daba de beber.
Así pasó la noche.
Al amanecer, cuando el cielo comenzaba a trocar los oscuros tintes por los celestes grisáceos de la aurora; cuando la vida volvía a renacer, el alma del anciano cacique voló a la región de lo desconocido. Al aparecer los primeros rayos del sol, abriéndose camino en las tinieblas, Pusquillo murió.
Al mismo tiempo se oyeron estridentes gritos, alaridos podría decirse. Eran los súbditos del anciano curaca que así exteriorizaban su dolor.
Los plañideros contratados para el caso no tardaron en hacerse presentes, y a poco de llegar dieron comienzo a su obligación consistente en llantos ruidosos y tristes cantos, en los que se hacía referencia a las hazañas cumplidas en vida por el difunto, y se ensalzaba su obra, sus condiciones y sus bondades.
Cerca del cadáver, en una fogata encendida al efecto, quemaron hojas que despedían espesas columnas de humo.
Mientras tanto, hombres y mujeres, uniéndose al duelo, saltaban y danzaban a su alrededor.
Suri, con expresión maliciosa, observaba desde lejos, comprobando satisfecho el logro de sus deseos. Una parte de su venganza se había cumplido: el veneno, suministrado diariamente al cacique en pequeñas dosis, había surtido el efecto esperado.
Vilca, por su parte, pensaba desesperada en Ancali, cuyo viaje al Nevado Pisca Cruz resultaba inútil.
El sol, mientras tanto, enviaba los rayos que hacen madurar la mies y germinar la semilla. Y como siempre, junto a la muerte, vibraba la vida en un canto de fe y esperanza infinitas...
Dos días después regresó Ancali. Llegaba triunfante, después de haber arrancado a la cumbre mágica de la montaña el remedio maravilloso capaz de devolver a su padre la salud perdida.
Poco duró la expresión alegre de su rostro. Al acercarse a los alrededores de su pueblo, fácil le fue adivinar la tragedia ocurrida durante su ausencia y convencerse de la inmensa desgracia que lo había alcanzado. Su padre había muerto. No tenía necesidad de preguntarlo. Lo leía en los rostros amigos que lo miraban con compasión, en las bocas cerradas de la tribu que no se animaban a darle la fatal noticia.
Arrojó Ancali la chuspa que contenía las raspaduras de la piedra milagrosa y corrió al lugar donde yacía su padre muerto. Ya no le quedó ninguna duda.
El plañidero coro de las endecheras, con sus cuerpos envueltos en mantas de colores, continuaba relatando con cantos y sollozos las hazañas y glorias del difunto, mientras el resto de los presentes, incansables, seguía acompañando la ceremonia con danzas, saltos y alaridos de dolor. De vez en cuando, sobresaliendo del coro, se oía algún grito estridente destinado a conjurar a Zupay o a Chiqui, que sin duda rondaban por allí.
Frente al sepulcro preparado, colocadas en palos, estaban las ovejas asadas de las que se valía el machi para conocer el destino del difunto en el "país de los muertos".
Encontró a Vilca, tal como se lo prometiera, junto al curaca muerto.
Al llegar Ancali, cedió al hijo el puesto que le correspondía dirigiéndose ella a la orilla del arroyo que, con sus aguas, fertilizaba el valle. Se sentó en una piedra y quedó pensativa.
De su abstracción la sacó una voz conocida y repulsiva que le decía:
-¿Has venido a gozar de tu obra? ¿Tienes ya proyectos para el futuro?
Era Suri, que con todo cinismo acusaba a la inocente Vilca de la muerte de Pusquillo.
-¿Mi obra, has dicho? -preguntó a su vez, iracunda, la doncella.
-Tu obra, ¡sí! En una oportunidad te dije que si no abandonabas la tribu, la desgracia caería sobre los que te quisieran, y he cumplido. Hoy vuelvo a decirte: Si no abandonas estos lugares, te juro que te arrepentirás y cuando lo hagas, ¡será tarde!
-Nada podrás en contra de mí... Muy pronto seré la esposa de Ancali y él, como jefe, sabrá dar cuenta de tu osadía -respondió Vilca indignada.
-Ya sabré impedir que tus planes prosperen -dijo con sorna el machi, y agregó: Yo indicaré quién ha de suceder al viejo curaca, y no será por cierto Ancali como tú mal supones -terminó el malvado hechicero con una mueca desdeñosa.
Suri era muy respetado en la tribu. Los poderes sobrenaturales que se le reconocían hacían considerarlo un ser superior enviado por los dioses tutelares. Su palabra se oía con interés y sus consejos eran seguidos sin discusión.
Valido de estas prerrogativas, el terrible hechicero, siguiendo un plan trazado de antemano, dejó a Vilca para dirigirse a la casa de Anca, el más anciano y más respetado de los que formaban el Consejo de Ancianos, que era el que debía designar al nuevo jefe de la tribu.
Con palabra persuasiva y acento terminante, como si se tratara de la más cierta de las revelaciones, le dijo:
-A tu gran sabiduría e inigualada experiencia, quiero librar el secreto que me han revelado los astros. Una gran desgracia se cierne sobre nuestra tribu... Horas amargas tendremos que pasar, pues estamos a merced de una impostora que miente, diciéndose hija de Quilla para ser admitida con confianza entre nosotros. Pero mi poder ha descubierto su superchería y yo puedo decirte, ¡oh gran Anca!, que la extranjera miente. ¡Es una enviada de Zupay llegada para labrar nuestra desgracia! Por lo tanto, debe ser condenada a morir. ¡Si así no lo hiciéramos, los mayores malos acabarán con nosotros como lo ha hecho con nuestro gran cacique!
Impresionado por tales palabras, apresuróse Anca a convocar al Consejo de Ancianos que de inmediato resolvió condenar a muerte a la infortunada Vilca.
Nada se le participó a Ancali, temerosos de que se opusiera al designio de los astros por salvar a su prometida, y esa noche, cuando todo era quietud y paz en la tribu, los que debían hacer cumplir la pena, amparados por la oscuridad de la noche sacaron a Vilca de la casa donde estaba descansando y la llevaron a la montaña en la cual le darían muerte, luego de cumplir ritos establecidos.
Una vez allí, buscaron una piedra alta y angosta a la cual la ataron.
De inmediato, a cierta distancia esparcieron hierbas olorosas y, mientras Suri hacía conjuros para alejar a Zupay, uno de los ancianos encendió las hierbas que desprendieron un humo denso de olor acre.
La infeliz Vilca gritaba su inocencia y lanzaba desesperados llamados a su prometido a quien pedía socorro.
La luna, desde el cielo, era mudo testigo de esta escena desgarradora.
Suri, por el contrario, se sentía muy feliz. Todo sucedía de acuerdo a sus más íntimos deseos y a sus bien trazados planes. ¡Por fin iba a lograr la desaparición de la intrusa!
Sin embargo, no contaba el malvado hechicero con el cariño y el respeto que sentían por Ancali sus subordinados.
Uno de ellos, joven audaz y valiente era Guasca. Volvía de acompañar hasta el límite de los dominios de Pusquillo al cacique de una tribu vecina venido para asistir a las ceremonias fúnebres del difunto curaca.
Al pasar cerca del lugar señalado para el sacrificio de Vilca, Guasca, favorecido por la luna que continuaba iluminando la escena, notó que algo insólito sucedía. Los angustiosos gritos de la doncella atrajeron su atención.
Se acercó cauteloso tratando de no ser visto y observó. Reconoció a Vilca, y al oír que se repetían sus desesperados llamados a Ancali abandonó el lugar, corriendo a avisar a su jefe.
Pronto estuvo ante él poniéndolo al tanto de lo que ocurría.
De inmediato partió Ancali al frente de varios guerreros que no lo abandonaban nunca.
Cuando llegó al lugar del sacrificio, los conjuros y las ceremonias continuaban. Vilca, desfalleciente, la cabeza caída sobre el pecho, lloraba su infortunio.
Corrió Ancali a librarla de las ligaduras y cuando ya la creyó salvada, una lluvia de flechas partió del grupo de verdugos de la hermosa y dulce Vilca.
Decididos, respondieron al ataque los jóvenes guerreros de Ancali y cuando descontaban la victoria, un grito angustioso de éste les indicó que su jefe había sido alcanzado por alguna flecha enemiga.
Así era en efecto. De la cabeza del intrépido muchacho manaba abundante sangre que Vilca trataba de restañar con sus manos cariñosas.
La vida huía por la herida abierta y Ancali comenzó a desfallecer.
Angustiada, un gemido brotó de la garganta de la infortunada doncella que se abrazó a su prometido como queriendo infundirle la energía que le faltaba.
Ese fue el momento que quiso aprovechar Suri para apoderarse de los jóvenes; pero cuando ya creyó tenerlos a su alcance, debió sufrir la más cruel de las derrotas.
Los cuerpos de Vilca y de Ancali se achicaron y perdieron su forma humana tomando, en cambio, las de dos hermosos pajaritos grises, cuyas cabecitas blancas estaban adornadas con un llamativo penacho rojo, tan rojo como la sangre que manaba de la herida que la flecha traicionera causó a Ancali.
Aun así, Suri quiso tomarlos, pero las dos avecillas, abriendo las alas echaron a volar hasta posarse, muy juntas, en la rama de un tarco para entonar desde allí una melodía muy dulce, conjunción de amor y libertad que pobló los aires con armonías de cristal.
No desesperó el malvado Suri, y tomando el arco y las flechas arrojó una a las avecillas. Mas, ¡oh justicia de los dioses buenos!, la flecha mal arrojada se volvió contra el hechicero, incrustándose en su corazón y terminando con un ser tan perverso que sólo causó males entre los que le rodearon.
Mientras, desde la rama del tarco en flor, llegaba el canto alegre de las nuevas avecillas...
La luna continuaba enviando a la tierra sus rayos de plata.
En esta forma, dicen los calchaquíes, nacieron los cardenales, que así acrecentaron el número de las aves que regalan nuestra vista y deleitan nuestros oídos con las más exquisitas melodías.
Vocabulario

Pusquillo: Cardón
Ancali: Hombre valiente
¡Acchachay!: ¡Qué hermosa!
Vilca: Ídolo
Chasca: Lucero
Mama Quilla: La luna
Imilla: Doncella
Tanga: Toca usada por los hechiceros
Suri: Avestruz
Inca: Emperador
Anta: Cobre
Machi: Curandero, hechicero
Zúpay: El demonio
Kusiya: Ayúdame
Llamta: Leña
Cunti: Lana de alpaca
Tutusca: Grasa de pecho de llama
Yuto: Molido
Puco: Escudilla
Chuspa: Bolsa o talega
Endecheras: Plañideras
Chiqui: Divinidad de la fortuna adversa. La Fatalidad
Guasca: Soga.
Anca: Águila
Tala, Mistol, Jarilla, Algarrobo, Guayacán, Chañar, Pacará, Yuchán, Samohú, Tarco: Nombres de árboles a excepción de la jarilla que es un arbusto
Alilicucu: Ave nocturna cuyo grito como un lamento causa un temor supersticioso
Cumbi: Tela muy fina, generalmente de vicuña, usada para confeccionar la ropa del Inca y de los nobles
Abasca: Tela burda usada en los vestidos de la gente del pueblo
Topo: Alfiler largo de plata terminado en uno de sus extremos con un disco trabajado en el mismo metal o cobre
Nevado de Pisca Cruz: Cerro que se halla al norte de Argentina, cerca de la frontera con Bolivia.

domingo, 9 de agosto de 2009

Leyenda Araucana "El Calden Solitario"

Los componentes de la tribu del cacique Tranahué, montados en sus caballos, cruzaban la extensión arenosa.
Corrían en tropel manejando a las bestias con habilidad consumada, montados en pelo y formando, jinete y cabalgadura un todo indivisible.
Volvían luego de haber realizado un malón a las estancias próximas y transportaban el botín, conquistado entre gritos destemplados y carreras locas.

Como de costumbre, los hombres, montados en sus caballos, habían atacado a los pobladores con sus lanzas y boleadoras, mientras las mujeres y los muchachos indios, que siempre marchaban detrás, en el momento del asalto, habían entrado a las habitaciones, apoderándose de todo cuanto encontraron a mano. Confiados y contentos cruzaban el arenal cuando tuvieron una sorpresa por demás desagradable.
Conocedores del lugar y de las costumbres, y poseedores de una gran agudeza visual, no pasó inadvertida para ellos una nube de polvo que se levantaba en la lejanía y que se dirigía a su encuentro.
Era un tropel de jinetes que se acercaban. Debían ser, sin duda, de la tribu de Cho-Chá, el temido cacique que venía a atacarlos.
Tranahué dio las órdenes necesarias para ponerse en guardia. Sus acompañantes se dispusieron a la defensa.
Los indígenas de pronto estuvieron sobre ellos con la fuerza de sus lanzas de caña tacuara y la ferocidad de sus instintos.
Su propósito era apoderarse del botín logrado en el malón por sus tradicionales enemigos.
Se trabaron en lucha feroz. Los atacantes, más fuertes y numerosos, consiguieron vencer, huyendo con los animales robados a la tribu enemiga.
En el campo había quedado el cacique Tranahué malherido y desangrándose. Con él, devorados por la fiebre, muchos heridos a los que era necesario socorrer.
El sitio en que se hallaban, inhóspito y solitario, los obligaba a salir cuanto antes de él.
Anduvieron en busca de un lugar propicio, reparado; pero ni un árbol, ni un asilo donde cobijarse.
Tranahué se quejaba y sus labios resecos se abrían para pedir:
- ¡A...gua...! ¡A...gua...!
Pero el agua no existía en los alrededores. Ni un riacho, ni una vertiente, nada que les proporcionara el líquido anhelado.
Siguieron andando. El paisaje era desolador como antes. Continuaban sin encontrar agua, ni reparo, ni sombra.
Peuñén, la esposa del cacique, que marchaba a su lado enjugando su frente y restañando sus heridas, viendo desfallecer a su esposo, propuso a los guerreros detenerse e invocar al Gran Espíritu para que los guiará a un lugar propicio.

Los heridos, mientras tanto, vencidos por la fiebre y la sed, pedían sin cesar:
- ¡A...gua..:! ¡A...guá...!
Conforme a los deseos de Peuñén que todos juzgaron acertados, se llamó a la machi para que preparara las rogativas.
El sacerdote indígena, el Ngen-pin, presidió la ceremonia. Todos quedaron bajo sus órdenes.
Los que estaban en condiciones de hacerla, danzaron alrededor del fuego sagrado, mientras los heridos, en pedido angustioso, no cesaban de clamar:
- ¡A...gua...! ¡A...gua...! La luna y las estrellas, desde lo alto, eran mudos testigos de tanta desesperanza y de tanta angustia.
La ceremonia tuvo fin cuando el sol, apareciendo por oriente, envió sus rayos a las arenas calcinadas.
Extendieron su vista en derredor y allá, en la lejanía, como en una bruma gris, creyeron vislumbrar una esperanza.
Volvieron a mirar usando sus manos a modo de pantallas para defenderse del fuerte resplandor del sol que les impedía ver con claridad, y ya no hubo duda para ellos.
Un grito de júbilo acompañó el descubrimiento: a lo lejos, como una señal de que sus súplicas habían sido oídas. distinguieron una cadena de médanos.

La machi confirmó la suposición: -¡Médanos... a lo lejos! Eso indica que en el lugar hay agua dulce donde saciar la sed. ¡Marchemos hacia allá!
Obedecieron impulsados por la desesperación y alentados por la esperanza y hacia allí dirigieron la marcha con la rapidez que el estado de los heridos requería. Tranahué había caído en un sopor del que sólo salía para pedir suplicante:
- ¡A...gua...! ¡A...gua...!
Llegaron hasta los médanos pero, contra toda suposición, allí no había agua. Sólo crecía un enorme caldén, un ketré witrú que les dio esperanzas, pues todos conocían la virtud de este árbol cuyo tronco hueco retiene el agua de las lluvias, y desde el primer momento los cobijó bajo sus ramas defendiéndolos del fuerte sol de la pampa.
Allí y con cuidado acostaron al cacique y a los heridos que, bajo el follaje acogedor, descansaron tranquilos, atendidos por las mujeres que no dejaron de prodigarles los cuidados que les fue posible.
Esta vez las esperanzas no fueron vanas. Uno de los guerreros de Tranahué, con su lanza de tacuara abrió un tajo en el troncó del caldén, del que comenzó a brotar agua pura y fresca.
Gritos de alegría saludaron al líquido tan deseado y después de dar de beber al cacique y a los heridos , todos se abalanzaron a beber... a beber con avidez. El agua seguía manando de la herida abierta en el tronco del árbol solitario y quedaba depositada al pie, acumulándose en una depresión del terreno.
Volvieron a reunirse en ceremonia los vasallos de Tranahué; pero esta vez fue el agradecimiento al Gran Espíritu, que había escuchado sus ruegos, el motivo de la celebración.
Por fin el cansancio los venció, se echaron bajo las ramas del gran árbol solitario, y mecidos por el ruido del agua que continuaba cayendo, quedaron profundamente dormidos. A la mañana siguiente, él sol llegó a despertarlos. Uzi fue el primero en ponerse de pie y el primero en lanzar una exclamación de sorpresa.
Un espejo de plata, entre los médanos, donde se reflejaba todo el oro del sol, hirió su vista
El agua que guardara el caldén durante tanto tiempo había continuado cayendo toda la noche cubriendo una gran extensión de terreno y formando una laguna de agua clara y potable, que aparecía ante todos como una bendición. Uzi, impresionado aun ante la maravillosa visión , exclamó: -¡Ketré Witrú Lafquén! (¡La Laguna del Caldén Solitario!) Así la llamaron desde entonces. El caldén seguía erguido, ofreciendo el asilo de sus ramas generosas. La herida del tronco se había cerrado ya, una vez cumplida con creces la misión que le encomendara el Gran Espíritu. Merced al líquido providencial y a los cuidados prodigados, Tranahué curó de sus heridas y recobró la salud perdida. Reinó sobre sus súbditos como lo hiciera hasta entonces. Vueltos a la normalidad, el cacique decidió retornar con la tribu a sus dominios abandonados durante tanto tiempo, pero los principales jefes, interpretando el sentir de los vasallos de Tranahué, agradecidos al kétré witrú, pidieron al cacique que se levantaran allí los toldos, en el lugar donde habían salvado sus vidas juntos a la Ketré Witrú lafquén que les prometía campos fértiles y abundante alimento.

Convencido Tranahué de la razón invocada por su pueblo y agradecido él mismo al solitario caldén, accedió al pedido que se le hacía y allí, al amparo de los médanos, junto a la Ketré Witrú Lafquén, levantaron su toldería que ocuparon desde entonces.
Esa fue, según los araucanos de La Pampa, el origen de la Laguna del Caldén Solitario.

Vocabulario

TRANAHUÉ: Martillo.

KETRE WITRÚ: Caldén aislado, solitario.

CHO-CHA: Víbora.

PEUÑÉN: Primavera.

UZI: Veloz.

NGEN-PIN: Dueño de 1a palabra.

KETRE WITRV LAFQUEN: Laguna del Caldén Solitario.

MACHI: Hechicera, curandera.

jueves, 6 de agosto de 2009

Leyenda Argentina "La Azucena del Bosque"

Hace muchos, muchos años, había una región de la tierra donde el hombre aún no había llegado. Cierta vez pasó por allí I-Yará (dueño de las aguas) uno de los principales ayudantes de Tupá (dios bueno). Se sorprendió mucho al ver despoblado un lugar tan hermoso, y decidió llevar a Tupá un trozo de tierra de ese lugar. Con ella, amasándola y dándole forma humana, el dios bueno creó dos hombres destinados a poblar la región.

Como uno fuera blanco, lo llamó Morotí, y al otro Pitá, pues era de color rojizo.

Estos hombres necesitaban esposas para formar sus familias, y Tupá encargó a I-Yará que amasase dos mujeres.

Así lo hizo el Dueño de las aguas y al poco tiempo, felices y contentas, vivían las dos parejas en el bosque, gozando de las bellezas del lugar, alimentándose de raíces y de frutas y dando hijos que aumentaban la población de ese sitio, amándose todos y ayudándose unos a otros.

En esta forma hubieran continuado siempre, si un hecho casual no hubiese cambiado su modo de vivir.

Un día que se encontraba Pitá cortando frutos de tacú (algarrobo) apareció junto a una roca un animal que parecía querer atacarlo. Para defenderse, Pitá tomó una gran piedra y se la arrojó con fuerza, pero en lugar de alcanzarlo, la piedra dio contra la roca, y al chocar saltaron algunas chispas.

Este era un fenómeno desconocido hasta entonces y Pitá, al notar el hermoso efecto producido por el choque de las dos piedras volvió a repetir una y muchas veces la operación, hasta convencerse de que siempre se producían las mismas vistosas luces. En esta forma descubrió el fuego.

Cierta vez, Moroti para defenderse, tuvo que dar muerte a un pecarí (cerdo salvaje - jabalí) y como no acostumbraban comer carne, no supo qué hacer con él.

Al ver que Pitá había encendido un hermoso fuego, se le ocurrió arrojar en él al animal muerto. Al rato se desprendió de la carne un olor que a Morotí le pareció apetitoso, y la probó. No se había equivocado: el gusto era tan agradable como el olor. La dio a probar a Pitá, a las mujeres de ambos, y a todos les resultó muy sabrosa.

Desde ese día desdeñaron las raíces y las frutas a las qué habían sido tan afectos hasta entonces, y se dedicaron a cazar animales para comer.

La fuerza y la destreza de algunos de ellos, los obligaron a aguzar su inteligencia y se ingeniaron en la construcción de armas que les sirvieron para vencer a esos animales y para defenderse de los ataques de los otros. En esa forma inventaron el arco, la flecha y la lanza. Entre las dos familias nació una rivalidad que nadie hubiera creído posible hasta entonces: la cantidad de animales cazados, la mayor destreza demostrada en el manejo de las armas, la mejor puntería... todo fue motivo de envidia y discusión entre los hermanos.

Tan grande fue el rencor, tanto el odio que llegaron a sentir unos contra otros, que decidieron separarse, y Morotí, con su familia, se alejó del hermoso lugar donde vivieran unidos los hermanos, hasta que la codicia, mala consejera, se encargó de separarlos. Y eligió para vivir el otro extremo del bosque, donde ni siquiera llegaran noticias de Pitá y de su familia.

Tupá decidió entonces castigarlos. El los había creado hermanos para que, como tales, vivieran amándose y gozando de tranquilidad y bienestar; pero ellos no habían sabido corresponder a favor tan grande y debían sufrir las consecuencias.

El castigo serviría de ejemplo para todos los que en adelante olvidaran que Tupá los había puesto en el mundo para vivir en paz y para amarse los unos a los otros.

El día siguiente al de la separación amaneció tormentoso. Nubes negras se recortaban entre los árboles y el trueno hacía estremecer de rato en rato con su sordo rezongo. Los relámpagos cruzaban el cielo como víboras de fuego. Llovió copiosamente durante varios días. Todos vieron en esto un mal presagio.

Después de tres días vividos en continuo espanto, la tormenta pasó.

Cuando hubo aclarado, vieron bajar de un tacú (algarrobo) del bosque, un enano de enorme cabeza y larga barba blanca.

Era I-Yará que había tomado esa forma para cumplir un mandato d e Tupá.

Llamó a todas las tribus de las cercanías y las reunió en un claro del bosque. Allí les habló de esta manera:

Tupá, nuestro creador y amo, me envía. La cólera se ha apoderado de él al conocer la ingratitud de vosotros, hombres. Él los creó hermanos para que la paz y el amor guiaran vuestras vidas... pero la codicia pudo más que vuestros buenos sentimientos y os dejasteis llevar por la intriga y la envidia. Tupá me manda para que hagáis la paz entre vosotros: iPitá! iMoroti! ¡Abrazaos, Tupá lo manda!

Arrepentidos y avergonzados, los dos hermanos se confundieron en un abrazo, y tos que presenciaban la escena vieron que, poco a poco, iban perdiendo sus formas humanas y cada vez más unidos, se convertían en un tallo que crecía y crecía ...

Este tallo se convirtió en una planta que dio hermosas azucenas moradas. A medida que el tiempo transcurría, las flores iban perdiendo su color, aclarándose hasta llegar a ser blancas por completo. Eran Pitá (rojo) y Morotí (blanco) que, convertidos en flores, simbolizaban la unión y la paz entre los hermanos.

Ese arbusto, creado por Tupá para recordar a los hombres que deben vivir unidos por el amor fraternal, es la "AZUCENA DEL BOSQUE".

lunes, 3 de agosto de 2009

Leyenda Dominicana "De la Ciguapa al "Muelú"

Uno desconoce si la causa es la miseria, con todas las necesidades que trae aparejadas, incluyendo el analfabetismo, o el abrasante sol tropical que deshidrata al mejor dotado; o quizá, se deba a las intoxicaciones etílicas que cuentan con tantos “simpatizantes”, y que hacen delirar a más de uno.

El hecho es que sucede, aunque sólo sea por razones culturales, o por el desempleo con sus secuelas de vagancia, o lo más probable es que se trate de una combinación de factores.


Es preciso resaltar que en cuestiones de mitos y leyendas, lo que para alguien es digno de admiración, con su componente de hechizo y de misterio; a otro lo deja frío, o en el peor de los casos, nunca ha oído hablar acerca del tema. Por ese motivo es prácticamente imposible coincidir con los demás, acerca de qué personajes son leyendas y cuáles no. También está el asunto de las “hazañas” de cada mitificado, ya que las versiones acerca de ellas pueden diferir muchísimo.

La cuestión se complica cuando interviene la política, ya que el personaje objeto de la mitificación puede perder vigencia rápidamente, si el partido o grupo político que promueve el mito o leyenda pierde las elecciones, o se le reduce el poder de alguna manera. Esto sucede esencialmente con los mitos basados en personalidades que han existido, por razones obvias. En otras palabras, los mitos se inflan y, de la misma manera, se desinflan.


Entre los mitos ficticios rurales y permanentes nuestros, sobresale sin lugar a dudas, el de la ciguapa. Yo he escuchado en boca de algunos campesinos las circunstancias en que la vieron o escucharon sus hipidos; incluso, uno me aseguró que un compadre suyo había tenido enjaulada a una de ellas. En la misma conversación me comentó con lujo de detalles, cómo caminaba la ciguapa, al tener los pies volteados hacia atrás, porque así “cuando iba parecía que venía”, por las huellas que dejaba. A mi amigo, por lo visto le sorprendió también la manera de alimentarse con las comidas que le proporcionaban, y los sonidos guturales que emitía para intentar comunicarse con los demás.


Claro está, que todas estas anécdotas eran inventadas por la mente calenturienta de él.

Sin embargo, esa es una de las tantas versiones que existen acerca del aspecto físico de la ciguapa. Otros se la imaginan desnuda, bella y esbelta con el cabello negro y largo hasta la cintura, o de mayor longitud, cubriéndole su desnudez; de piel de color cobrizo, y de buena estatura, con un “canto” cautivante que paraliza e hipnotiza a los campesinos; en cambio, en el otro extremo, hay quienes la perciben como enclenque, enjuta, arrugada y pequeña, con las costillas a flor de piel, y de color oscuro. En fin, que hay ciguapas para todos los gustos, incluyendo aquella que apenas se deja ver porque huye rápidamente, y los campesinos que afirman haberla “visto”, siempre dicen que la avistaron de espaldas. En todo caso, en lo único que siempre coinciden es en el fenómeno de los pies volteados.


Todavía hay personas en este país que les hace ofrendas a los indios, en lugares apartados de nuestra geografía, como cuevas, riachuelos, etc., y verdaderamente creen en ellos. Hay versiones más poéticas que afirman que “las indias surgen de las aguas en las noches de plenilunio, a destrenzar sus largas cabelleras con peines de oro”. Otras serían prácticamente ninfómanas porque salen a buscar hombres, que curiosean por los lugares donde habitan las indígenas, y se los llevan a las cavernas, para no saberse nada más de ellos. Es muy probable que este sea un deseo subconsciente de los campesinos. Lo curioso es que los mencionados “indios” hace siglos que fueron diezmados en esta isla, y no queda ninguno visible, aunque sí persisten sus huellas genéticas.


La imaginación popular llega tan lejos que hay gente que ha llegado a avistar al “chupacabras”, perteneciente a otras culturas. Esto significa que la capacidad de mitificación no es exclusiva de este país. En el anterior ejemplo, se trata de una especie de animal, no de un personaje, que se alimenta de las sangre de otras criaturas, y provoca daños y destrozos colaterales.


No obstante, aquí tenemos “el bacá”, que es también un animal de esos que están en los alrededores de las casas, como un lagarto, un perro, un toro, un gallo, etcétera, que simboliza o representa la buena suerte que tiene alguien, de quien se dice que “tiene un bacá”. Esta creencia se manifiesta principalmente en el sur de nuestro país, y está vinculada con el sincretismo, con el vudú, con la ambición humana y su afán de tener éxito en la vida, con el estatus, con el poder político, con la religión, y así por el estilo.


No es de extrañar, que siendo la región sureña una de las más empobrecidas del país, existan personas que crean en el bacá; incluso, se afirma que los que tienen bacá “venden su alma al diablo”, a cambio de poder escalar, socialmente hablando; o son capaces de hacer “ofrendas humanas” y de “vender gente”, con tal de lograr sus propósitos. Es todo un submundo muy complejo donde intervienen las fuerzas sociales.


Otro personaje de la mitología dominicana es el “galipote”, es decir, de hombres que pueden convertirse en animales, a cambio de poderes mágicos, o bien, transfieren su consciencia a un animal. Otra versión del galipote, afirma que puede transmutarse en objetos inanimados, como una piedra.


Según la creencia, los galipotes poseen una fuerza descomunal, y a la vez son crueles y violentos. Cuentan los entendidos que a los galipotes les encanta hacer maldades a los demás, y en los llamados “lugares de galipotes”, los viajeros se valen de amuletos y conjuros para atravesarlos.


Cuando el galipote se convierte en un perro, se le denomina “lugaru”. En los casos en que el galipote camine dando zancadas de gran altura, o vuele convertido en ave nocturna, se le conoce como “zángano”. Este ser a veces tiene tendencias pedofílicas, y dicen que les chupa la sangre a los niños como un vampiro.


Al galipote sólo lo detiene la rama de un árbol llamado entre los compueblanos, como “palo de cruz”, pero, tiene que ser cortada durante un Viernes Santo.

Existen más personajes mitológicos dominicanos, como los “biembienes” o “vienvienes”, cuyas hazañas agigantadas por la leyenda, los sitúan en las montañas de la zona más al sur de la isla nuestra. Originalmente eran esclavos cimarrones, o sea, alzados de sus amos. Se les considera como seres salvajes, quienes viven desnudos, y se comunican por medio de gruñidos, como el hombre del paleolítico. Se les considera mal parecidos, pequeños de estatura, y de aspecto desagradable, deforme y sucio.


Se dice, además, que los biembienes llegan a ser antropófagos y que son excelentes trepadores de los árboles. Por otro lado, existe la creencia de que de noche se aproximan a los pueblos para robar alimentos en las fincas cercanas. Cuando alguien se acerca a su territorio tienen reacciones muy ruidosas, violentas y primitivas.


En el sur también, a los niños malcriados los asustan con un personaje ficticio llamado “el hombre guabino”. Sin embargo, sólo sirve para amedrentar a los infantes con el fin de que escarmienten.


Otros “personajes” mitificados son los “barones” o “varones” de los cementerios (la ortografía no está bien definida), que también pueden ser del sexo femenino, y en ese caso sería: baronesa; ya que se trata de la primera persona que es enterrada en un camposanto. Así, por obra y gracia de las creencias populares, se convierten en mitos, a quienes hay que rezarles, pedirles favores y curaciones, y también, llevarles ofrendas. Estos ya pertenecen a la categoría de mitos en base a personas que vivieron, al igual que el siguiente caso:


Liborio, otro personaje de los más carismáticos, también conocido como Oliborio Mateo, convertido en líder mesiánico por sus seguidores. Liborio murió en el 1922, peleando en una escaramuza en las lomas del sur, cerca del poblado de Bánica, después de más de dos décadas de persecuciones, y su cadáver fue expuesto en el parque principal del pueblo de San Juan. También fueron eliminados físicamente otros “reencarnados” suyos con posterioridad, provenientes del círculo íntimo, como le ocurrió al llamado Plinio.


Oliborio también tuvo que enfrentarse en su momento, a las tropas de ocupación norteamericanas que llegaron en el 1916, por no acatar la orden de desarme general de la población dictada por los ocupantes; sin embargo, pudo sobrevivir la persecución.


Hoy Liborio es un personaje de culto, mitificado hasta en canciones, poemas y piezas teatrales, y aún tiene sus seguidores que aún creen en sus poderes divinos. Hay quienes lo consideran como un Cristo reencarnado, quien prometió volver después de muerto, al igual que el de Nazaret.


Después deL fallecimiento de Trujillo, el “liborismo” tuvo un repunte importante, que culminó en el 1962, con la llamada matanza de los Mellizos de Palma Sola, y aún está vigente ese movimiento de masas, a pesar de la represión.


Desiderio Arias, igualmente, ha sido alabado hasta en la música popular, pero parece ser que no tiene “madera” de buena calidad para convertirse en leyenda; o a lo mejor le faltaron “poderes” para curar enfermos y aliviar penas. Quizá, fue mitificado por razones políticas, al haber sido perseguido y eliminado por las tropas de Trujillo, a pesar de que colaboró para el ascenso el poder del tirano, pero más tarde se arrepintió. Después de abatirlo a tiros en el 1930, le cortaron la cabeza y se la llevaron a Trujillo, quien hacía pocos meses había llegado al poder.

En el mismo caso y de la misma época, se encuentra Enrique Blanco, otro personaje controversial, mitificado por razones políticas.


Corría el año 1974 cuando fue asesinada en Yamasá, la líder Florinda Soriano Muñoz, conocida como Mamá Tingó. Ella se ha convertido en un símbolo de la lucha por la tierra y por los derechos de los campesinos, al defender a su comunidad empobrecida con vehemencia y oponerse a los desalojos; a pesar de que era una mujer iletrada y con algunos años a cuestas cuando murió, tenía otras cualidades que compensaban con creces sus limitaciones. Al ser una militante de la Liga Agraria Cristiana, y por su poder de arrastre, se convirtió en una víctima de la represión, porque los terratenientes y políticos que eran los propietarios de las tierras, la tenían en la mirilla. Florinda compartía el criterio de que “la tierra es de quien la trabaja”. Hoy es toda una leyenda. Hay quienes le atribuyen al fallecido ex Presidente Balaguer, la responsabilidad de su asesinato

Siguiendo con la tendencia de mitificar a aquellos sujetos que se sublevan o desafían el orden establecido, y que transgreden las normas; también estuvo a punto de convertirse en una leyenda, otro personaje que operaba en el sur del país, y que en estos momentos está hecho prisionero acusado de cometer varios crímenes y otros delitos. En su momento fue catapultado a la fama por los medios de comunicación, que magnificaban sus “hazañas”, - y su capacidad de dejar en ridículo ante la mal llamada opinión pública, a las autoridades - , atribuyéndole una dotes casi increíbles, y prácticamente milagrosas, porque “aparecía” y “desaparecía” del pueblo sureño con una facilidad pasmosa. Nos estamos refiriendo al Blá o Vlá, también conocido como Blas, quien con su rostro de inocente criatura, mantuvo en jaque a las fuerzas del orden público durante un tiempo, y demostró sus habilidades para burlarse de ellas.

En nuestra cultura existe un “personaje” concebido genéricamente, a quien le llaman el “muelú”. Esta denominación proviene de las frases idiomáticas dominicanas, o si se quiere, de los vulgarismos: “dar muela”, o “dar cotorra”, o bien, de manera más formal como “tener labia”. Lo de “muela” se comprende porque el “arma” preferida del muelú es el habla. Lo de “cotorra” también se entiende porque al ser un ave parlanchina se asocia con la locuacidad. Y en cuanto a “labia”, el mismo diccionario de la Real Academia define ese término como: “verbosidad persuasiva y gracia en el habla”, coloquialmente hablando.

No cabe ninguna duda de que existen muchas variantes del muelú, empero, en líneas generales él les dice a los demás, aquello que el muelú de turno piensa que el/la interlocutor/a quiere escuchar. Naturalmente, que lo hace para lograr algún tipo de ventaja, y/o para timar; y además, para dar en el blanco precisa tener mucha psicología práctica. Por otro lado, se aprovecha de las carencias materiales y necesidades psíquicas de sus “víctimas”, para lograr sus propósitos.

El muelú habla mucho, ya que sabe que el oído del otro es su aliado, en el sentido de que él aprovecha el don de la palabra para contar sus historias, para decir sus mentiras, o verdades a medias, para sus exageraciones, para halagar hipócritamente…; siempre con la intención de convencer, de persuadir, de engañar o de embaucar al otro.

Este personaje, como término genérico, tiene una habilidad fuera de lo corriente para seducir a base de su labia, y además, posee mucha más habilidad para dar excusas si es atrapado en su engaño, porque en todo caso se las ingenia para no quedar mal, o por lo menos lo intenta. Permanentemente se imagina algún ardid para engañar, y en ese sentido, al igual que para sus mitomanías productivas, es muy creativo. Exagera o se inventa lo que tiene o posee, con el fin de impactar e impresionar, y de potenciar su poder de convencimiento; y si no puede inventárselo, ni lo menciona, para no perder puntos. No le sobra el tener un cierto carisma o atractivo, o el vestir con algo de elegancia, o de contar con un timbre de voz agradable.

Empero, el auténtico muelú viviente, quien se ha ganado ese apelativo por la prensa, y que encarna todas las virtudes y defectos del personaje genérico, es precisamente Radhamés Durán, conocido nacionalmente precisamente como el “muelú”. Sus estafas a mujeres se cuentan por decenas, al igual que las acusaciones de bigamia, robos a mano armada, usurpación de funciones, y amenazas de muerte, entre otras imputaciones.

Es un sujeto que ha estado preso en innumerables ocasiones y que tiene incontables fichas en la policía. Sus víctimas favoritas son mujeres a quienes él les ve potencial de ser engañadas, tanto solteras, así como también divorciadas o viudas, porque poseen algunos recursos y tienen la autoestima baja. A base de “dar muela”, y del halago interesado, se ha convertido en un paradigma.

Ahora ha reaparecido en Constanza, su pueblo natal, como un auténtico camaleón, con unos motes nuevos, convertido en un próspero empresario, filántropo, y en activista social, aprovechándose de las necesidades de la gente pobre. Así reparte raciones alimenticias, hace donaciones, concede créditos, ayuda a las embarazadas, organiza rifas benéficas, hace reparticiones de medicamentos…; y encima, ahora tiene hasta programas de radio y de televisión, y donó motocicletas a la Policía Municipal y dinero en efectivo a los clubes locales.

Se ha “rebautizado” o resemantizado y se hace llamar “el Bacá”, “Papá Bacá”, “Bacá Móvil” o “Bacá del Pueblo” , es un activista político, y las gentes del pueblo lo adoran, lo defienden y hacen protestas a su favor. Las autoridades de la población se maravillan y se preguntan, de dónde ha obtenido tantos recursos para organizar oficinas de ayuda, conocidas como “comandos”, con activistas a tiempo completo trabajando en ellas, y de todo el dinero del que hace ostentación. Aunque dicen que los envidiosos lo han vinculado con el narcotráfico, y afirman, igualmente, que uno de los partidos grandes del país lo apoya.

Cuando han pretendido detenerlo, los agentes no se han atrevido a esposarlo, porque ellos saben que el Muelú es capaz de cualquier cosa, y de llegar a cualquier cargo, aparte de las ayudas que los mismos agentes y sus familias han recibido de él.

El Muelú de otros tiempos ahora se presenta como un hombre cambiado, los años dirán hasta dónde llegará, porque en definitiva, comparado con otros políticos él es un santurrón. Mientras tanto, en lo que nosotros meditamos acerca de quién tiene cualidades para ser una leyenda, o no; me permito sugerirle a cualquier institución que se interese, que organice el otorgamiento del premio al Muelú del Año.