Desde lo alto del cerro, el valle se percibe como una mancha oscura velada por la niebla.
Las montañas, gigantes de piedra que tratan de alcanzar el cielo, ostentan sus cimas blancas de nieve y sus quebradas profundas que, a manera de pliegues inmensos, surcan la ladera.
El silencio hondo y perfecto sólo es interrumpido por el vuelo de algún cóndor que, extendiendo majestuoso el abanico de sus alas y describiendo una espiral en el espacio, emprende vuelo hacia las alturas.
Silencio y soledad reinan en el gris azulado del instante que precede a la aurora. De pronto, sin transición, como bajo el influjo de algún genio misterioso, la nieve de las altas cumbres refulge con brillo de oro y el cielo se tiñe de rosa y de violado añil.
El paisaje toma vida y relieve. El verde se destaca sobre el castaño de la piedra, y la niebla, que envolvía al valle, comienza a desvanecerse. Es que el sol, venciendo a las tinieblas de la noche, llega a la tierra con sus rayos luminosos.
De pie, junto a un cardón que eleva sus brazos al cielo, una hermosa doncella en actitud ansiosa, la mirada hacia oriente, aguarda la caricia de esos rayos sobre su rostro, sobre sus manos, sobre su cuerpo todo, y el Inti, señor y rey de vida y de energía, que rige y gobierna los días, los años y las estaciones, magnánimo y generoso, la cubre con el calor de su luz.
Satisfecha en su deseo, la niña emprende el camino de vuelta hacia la aldea de donde salió cuando las estrellas salpicaban el cielo con puntos de luz y Mama Quilla iluminaba los caminos convirtiéndolos en cintas de plata...
Con mano suave toma los cordones de lana que caen del cuello de la llama blanca que siempre la acompaña, y seguida por el animalito, con paso elástico, ágil y esbelta, desciende por los senderos de la montaña.
La belleza de la muchacha la hace inconfundible en la región. Es Keo, la hija del cacique Choro que, como todos los días, acude a presenciar el nacimiento del día desde el cerro más cercano para que el sol llegue hasta ella antes que hasta los demás...
La joven se acerca. A corta distancia su belleza es bien visible. En su rostro fino, de color cobrizo, resaltan los ojos grandes y negros de mirada ausente y la boca roja de expresión cordial.
Sobre su cabello lacio y renegrido peinado en dos simbas, lucen su color azul violáceo las flores de tarco con que se ha adornado.
Sobre el vestido, especie de camisa larga con mangas, lleva una fina manta de lana de vicuña con diversas guardas de variados dibujos en colores brillantes y calza sus pies con ojotas de cuero que le permiten caminar segura sobre las piedras del camino.
Marcha, y su mirada ausente, levantada hacia el cielo, se posa en Inti, que a través de las nubes le envía sus rayos oblicuos.
Esa es su mayor felicidad, la que pone en su boca un gesto de dulzura, da brillo a sus ojos y firmeza a su andar.
Sin haber dejado un instante de mirar al sol, llega a la casa de su padre. Es de forma rectangular, construida en el valle con piedras colocadas las unas sobre las otras, de muros anchos y poco elevados y puertas bajas con marcos de madera cardón.
Grandes árboles la rodean. Detrás de la casa, un grupo de algarrobos ostenta su floración amarilla mientras a un lado, un yuchán y un samohú ofrecen la belleza de sus flores recortadas sobre el azul del cielo como estrellas blancas y rosadas.
Las mariposas cruzan el aire semejando pétalos desprendidos de alguna planta maravillosa, mientras los pájaros, con trinos de cristal y cantos melodiosos, se suman a la armonía del paisaje.
La niña se detiene. Extasiada contempla la fantástica belleza que la rodea y otra vez sus ojos se dirigen al cielo para fijarlos en Inti, que brilla y reina absoluto en las alturas. Una adoración sin límites transforma el rostro de Keo, sublimizando su expresión, cuando una voz, venida del interior de la casa, la vuelve a la realidad:
-¡Keo...! ¡Keo...!
Se sobresalta la niña, y dando unos pasos continúa la interrumpida marcha al tiempo que responde:
-¡Ya vy madre! ¡Ya voy...!
Su voz, de inflexiones cálidas, es tan dulce como la mirada tierna de sus ojos negros.
La madre sale a recibirla. Es una mujer joven, de mediana estatura, de tez cobriza, salientes pómulos y mirada vivaz. Peina su cabello lacio y negro en trenzas que, recogidas en forma de moños sobre ambos lados de la cabeza, sujeta con una vincha de color vivo.
Hay cierto reproche en la voz cuando se dirige a su hija:
-¡Otra vez, Keo! ¿Qué fin te lleva tan temprano a lo alto de la montaña?
-Inti me llama, madre, y desde allí lo veo aparecer antes que nadie. Yo soy la primera que descubre su fulgor sobre las cimas nevadas y la primera a quien acarician sus rayos de fuego -respondió muy suave la niña.
Movió la madre la cabeza, mientras Keo conducía la llama hasta un corral de pircas donde la dejó. Luego, como acostumbraba hacerlo diariamente, se instaló ante un telar colocado bajo las ramas protectoras de un tarco en flor.
Una manta empezada mostraba la policromía de sus grecas variadas, en las que el blanco, el negro y el rojo, resaltaban sobre el ocre del fondo.
Trabajó Keo sin cesar. Muchas veces pasó el ovillo de lana de llama por los lizos, separados al golpe de los pedales, y muchas veces con el peine golpeó la tela para apretar el tejido y hacerlo compacto. Muchas veces cambió el color de la lana y el dibujo que formaba las guardas. Pero cumplía mecánicamente la tarea. Su pensamiento estaba en lo alto, donde Inti brillaba en todo su esplendor.
Con tenues pasos se acercó la madre. Su llegada no fue advertida por la joven que continuaba su tarea ensimismada y como ajena a todo lo que no fuera el Inti soberano, dueño de su alma y de sus pensamientos.
-Keo... Keo... -la llamó.
Volvió la niña la cabeza y recién notó la presencia de su madre.
-Keo... -insistió-, tu padre quería hablarte, pero te habías ido... Debe comunicarte algo importante... que tú tendrás que resolver...
-¿De qué se trata, madre?
-Ya te lo dirá él a su vuelta... Ha ido a consultar al machi...
Decayó el interés de la niña, que volvió a aislarse en sus pensamientos.
La madre, decepcionada, movió la cabeza con gesto impotente y se dirigió a la casa en busca de las madejas de lana que debía teñir.
Cerca del telar en el que trabajaba Keo, estaban dispuestas las ollas de barro conteniendo las tintas previamente preparadas. La primera, de color marrón, lograda con resina de algarrobo; la segunda, roja, con cochinilla colorada, y la tercera, amarilla, preparada con chilca.
Volvió la madre con las madejas listas para ser sometidas al teñido y las echó en los recipientes que colocó luego sobre el fuego a fin de hacer hervir su contenido.
Mientras tanto, Keo, callada y distante, continuaba su labor. Sólo se oís el ruido que hacía el pedal al ser golpeado para separar los lizos.
En ese instante en que el sol se ocultó detrás de una nube y la tierra, falta de su esplendor, pareció ensombrecida, Keo, libre del poderoso influjo ejercido por el astro, abandonó por un instante el telar y dirigiéndose a su madre, que en ese momento procedía a colocar las madejas teñidas en salvado de maíz y agua donde debían quedar durante tres días, le preguntó:
-Madre, ¿sabes para qué me buscaba mi padre?
-Sí, hija, lo sé.
-¿Para qué, madre? -volvió a preguntar, interesada-. Lo sabes y no me lo dices... Para nada bueno será, sin duda.
-Espera a tu padre. No debo ser yo quien te entere. Ten un poco de paciencia...
Keo no insistió. Por breves instantes quedó pensativa. De pronto todo su interés desapareció. Fue cuando el sol, libre ya de la nube que lo ocultaba, desde un cielo limpio y muy azul, la bañaba nuevamente con su luz de oro. Hacia él dirigió su mirada ausente y olvidó todo cuanto la rodeaba.
Momentos después llegaba el cacique, su padre, acompañado por dos extranjeros vestidos como para las grandes ocasiones.
Llevaban vinchas de colores que se prolongaban hasta el hombro izquierdo. Cubrían su cuerpo con túnicas blancas, sujetas a la cintura por ancho cinturón de plumas de suri cayendo hasta las rodillas y calzaban medias largas de lana y ojotas de cuero.
Llamó el cacique a su hija. Los extranjeros la hicieron objeto de los más respetuosos homenajes que asombraron a la niña, ignorante de la razón que los había llevado a las posesiones de su padre. Azorada, agradecía Keo tales atenciones, mientras con expresión interrogante miraba a su padre.
Uno de los desconocidos se adelantó, entregándole un manojo de valiosas plumas de suri, mientras el otro le ofrecía una finísima manta de lana de vicuña.
Volvió a agradecer la niña con palabra amable, cuando atónita oyó a su padre que decía:
-Carahuay y Huamango son los enviados del gran curaca Sinchica que, enamorado de tu belleza desea hacerte su esposa.
-¿A mí, padre? Si no me conoce...
-Eso crees tú, hija mía: pero te equivocas. Sinchica te ha visto en una de tus idas al cerro, de mañana muy temprano, y se ha enamorado de ti. Sus enviados vienen en busca de tu decisión.
-¡No puede ser, padre! ¡No puede ser! -lo interrumpió Keo, el acento implorante y la voz dolorida.
Choro frunció el entrecejo, clavó en su hija una mirada colérica y preguntó iracundo:
-¿Por qué no puede ser? ¿Quién lo impide?
-¡Es imposible, padre! Te lo suplico, ¡no me preguntes más! -agregó la niña en un ruego.
Intrigado quedó el cacique ante la insólita actitud de su hija, cuya sumisión a sus padres era uno de los más encomiables rasgos de su carácter.
Defraudado en sus esperanzas, el curaca hizo un gesto indignado, levantó el brazo derecho y señalando la casa de piedra que le servía de vivienda, ordenó:
-¡Ve a nuestra casa y espérame allí!
Cabizbaja acató la niña la orden del cacique y con paso lento marchó por el camino sombreado por añosos y corpulentos chañares.
En la casa, la madre esperaba ansiosa el resultado de la demanda.
Nada preguntó a Keo al verla llegar. La expresión de su rostro le dijo bien a las claras que su hija no había aceptado.
Lo lamentó la madre muy de veras. Sinchica era el más poderoso de los caciques de la región, famoso por su valor, por sus hazañas guerreras y por sus riquezas fabulosas que lo convertían en el pretendiente más codiciado del país. Eran muchas las doncellas que se hubieran sentido muy felices y orgullosas ante un requerimiento del apuesto Sinchica.
Nadie podía comprender la extraña actitud de la hija del curaca. Sin embargo, no era la primera vez que esto sucedía. Otros pretendientes fueron rechazados por la hermosa Keo en anteriores ocasiones.
Intrigado Choro, se propuso obtener de su hija una completa confesión. Llegó a su casa y la llamó a su presencia.
Se presentó la niña, y sin levantar la vista, en actitud sumisa, imploró:
-Perdóname padre, el disgusto que te he causado hace un momento; pero la respuesta no podía ser otra cosa... ¡Yo no puedo ser la esposa de Sinchica!
Volvió el padre a endurecer sus facciones ante la obstinación de su hija, y con cierta ironía preguntó otra vez:
-¿Es posible, por lo menos, conocer el motivo de tu resolución?
-¡No me preguntes, padre! ¡Hazme ese favor!
-¡No hay razón que yo deba ignorar! ¿O has olvidado que eres mi hija? -y agregó enérgico-: ¡Ahora te exijo que confieses el motivo de tu negativa!
Los ojos de Keo se llenaron de lágrimas. Elevó su mirada al cielo, donde Inti seguía brillando a juzgar por el rayo que se colaba en la habitación a través de la puerta entreabierta, y como si lo llamara en su auxilio en una plegaria muda, salió al exterior y quedó contemplando el disco de fuego que la bañaba con su luz.
El curaca, que la había seguido, contemplaba atónito la actitud de su hija sin poderla comprender.
Luego de breves instantes, bajó Keo la vista y con palabra cortada por los sollozos, respondió a su padre:
-¡Padre mío! Inti me ha llamado desde el cielo y deseo consagrarme a él. ¡Yo seré una de sus ñustas y le ofrendaré mi vida! Sólo podré casarme si uno de sus rayos, encarnado en un joven guerrero, llega hasta nosotros. Mientras esto no suceda, aquí estaré yo, feliz con vosotros y feliz de cumplir el destino que Inti ha señalado para mí...
Trató de convencerla el padre. Trató la madre de explicarle la conveniencia de su unión con el poderoso Sinchica, mostrándole el brillante porvenir que la esperaba. Todo fue inútil. La doncella se había prometido a Inti y nada la haría desistir de su promesa.
No era Sinchica persona que se dejara vencer por un fracaso. Decidido a conseguir a Keo por esposa, resolvió ser él quien se dirigiera a la tribu de Choro para hacer la petición por sí mismo, y en un amanecer glorioso, en que el cielo parecía haber reunido las más hermosas tonalidades del iris, partió el joven cacique en dirección al sur, allí donde moraba la dueña de sus pensamientos que él deseaba convertir en soberana de su pueblo.
Lo acompañaba un séquito cargado con los presentes más valiosos, seguido por una recua de llamas blancas.
Al frente, destacándose entre todos por su apostura y por su altivez, la cabeza erguida, dominante, ornada por una diadema de plumas, iba Sinchica en su kallapu, conducida por cuatro fornidos muchachos.
Valiosas piezas de oro y de plata, cinceladas, adornaban al joven curaca.
Dos emisarios se adelantaron para anunciar la llegada del cacique. Conducidos a presencia de Choro, cumplieron la misión que les encomendara su señor, entregando de antemano los presentes que aquél enviaba al cacique, consistentes en una hermosa piel de jaguar, una manta de piel de guanaco y un collar de piedras blancas con manchas rojas.
Dio orden el viejo curaca de realizar los preparativos para recibir dignamente al honorable visitante.
Bajo el gran tacu cubierto de flores amarillas, se colocaron las vasijas de barro repletas de aloja.
Keo debió, a su pesar, engalanarse con las prendas más finas sujetas con topos de plata y esmeraldas.
Su cabello lacio y muy negro, dividido en el centro de la cabeza, repartía en dos simbas que caían sobre su espalda atadas entre sí por medio de una cinta de lana terminada con borlitas de colores.
Aros de finísimas láminas de plata en forma de trapecios, pendían de sus orejas pequeñas.
Llegado el instante de enfrentarse con el poderoso pretendiente, la doncella se negó a hacerlo; pero el padre, esperanzado hasta último momento, y midiendo las graves consecuencias que podría causarle este desaire hecho a la persona del altivo cacique, la obligó a presentarse.
Cuando el viajero y su séquito aparecieron a la distancia, el curaca y su hija lo esperaban bajo el árbol sagrado, el tacu secular, testigo de tantas escenas gloriosas.
Bajó Sinchica de su kallapu. Su apuesta figura se destacó sobre el fondo oscuro de la montaña, revelando al poderoso señor.
Llevaba el cabello, largo y lacio, peinado en simbas que se anudaban artísticamente sobre la cabeza. El llauto con borla que caía hacia la izquierda, y un brazalete en su brazo derecho, eran símbolos de su autoridad.
Sobre su pecho, en un escudo de cuero, se hallaban pintados un uturuncu y un kúntur, correspondientes al signo de la tribu.
Saludó Sinchica, y Choro dio la bienvenida. Keo, sumisa, bajó la vista y detuvo su mirada en la tierra.
El más importante de los guerreros del séquito alcanzó a su señor una vasija de barro que él, a su vez, ofreció a la hermosa doncella. Ella, en sumisa actitud, no osaba aceptar el presente; pero una palabra de su padre fue suficiente para que la hija, extendiendo ambas manos recibiera la ofrenda de Sinchica y le agradeciera al poderoso curaca.
Este sacó de la vasija un collar de malaquitas que colocó alrededor del cuello de Keo y varios brazaletes de huaicas, de plata y de oro con los que adornó sus brazos.
Volvió a agradecer la doncella, pero la mirada suplicante con que acompañó sus palabras, dio a entender al noble pretendiente, que sólo un acto de obediencia al padre, había obligado a la niña a aceptar los principescos obsequios.
Una vez cumplidas estas ceremonias, el viejo cacique presentó a su huésped un vaso de barro colmado de alija y ambos jefes bebieron haciendo votos por una eterna amistad entre los dos pueblos.
Pero no debía durar mucho tiempo tanta cordialidad.
Cuando se trató el asunto, motivo de la visita de Sinchica, el ambiente cambió.
Keo, firme en su propósito, se negaba a aceptar por esposo al magnífico curaca.
De nada valieron los reiterados ruegos del padre hechos en todos los tonos. La decisión de la muchacha era irrevocable.
El orgullo de Sinchica no podía admitir un fracaso que suponía el derrumbe de sus más caros proyectos, y colérico emprendió el regreso a sus dominios no sin antes haber gritado su propósito de vengarse de la que él suponía orgullosa doncella.
Dolorosa era la tristeza que embargaba al altivo curaca, sólo superada por el profundo rencor que lo dominaba.
En el largo y penoso camino que debió recorrer, únicamente amargos pensamientos y funestos propósitos de venganza colmaron su mente.
Llegado a sus dominios, puso de inmediato el mayor empeño en llevar a cabo sus intentos.
Llamó a su presencia al machi más famoso de la tribu. Le ordenó que pidiera a los dioses un castigo para la doncella que lo hiciera víctima de su desprecio.
Hizo el adivino ciertas mezclas de hierbas secas que molió en un mortero de piedra; las quemó acompañándolas con saltos, movimientos de manos y palabras raras. Luego, abriendo los brazos, quedó ensimismado, mirando el humo que producían las hierbas al quemarse y que se elevaba en giros diversos.
De pronto su cara se iluminó y sus ojillos, de mirada penetrante, brillaron. Había interpretado, de acuerdo a su ciencia, las formas adoptadas por el humo al subir, y decía:
-Ampatu ha de ayudarnos. Necesito cuatro cabellos de la orgullosa doncella que hayan quedado en el peine, luego de peinarse.
-Los tendrás, machi, y también llegará tu recompensa si consigo ver cumplidos mis deseos.
Se retiró Sinchica esperanzado y esa misma tarde partió en emisario en busca de los cuatro cabellos de Keo.
Varios días tardó en volver; pero cuando llegó, traía triunfante lo que se le había encargado y mucho más. Dentro de una chuspa traía el peine tal como lo dejara Keo después de peinarse. Entre los dientes del mismo, consistentes en espinas de cardón sujetas entre dos palitos por ataduras de lanas que les prestaban resistencia, habían quedado muchos cabellos de las negras simbas de Keo.
Así fueron entregados al machi que, de todos, sólo tomó cuatro, los hizo ovillo y envolviéndolos en un trapo, lo traspasó varias veces con espinas.
Tomó luego un sapo, lo puso panza arriba en la puerta de la vivienda, y levantando en alto, sobre el animal, el pequeño envoltorio de cabellos, trapo y espinas, repitió varias veces el nombre de la víctima señalada, acompañándolo con sonidos guturales sin duda destinados a invocar la ayuda del ampatu, enviado de Súpay a la tierra.
De inmediato habló el hechicero:
-Has sido complacido, mi señor. Keo, la ingrata que te despreció por el sol, perderá su forma humana y transformada en una ave pequeña e insignificante huirá de la tribu de su padre para vivir a la orilla de ríos y de lagunas adorando al sol que se reflejará en las aguas. A nadie responderá cuando la llamen. Sólo oirá la voz y obedecerá los mandatos de aquél que espera en vano sobre la tierra. De su persona, solamente quedará como recuerdo su nombre, pues así se la continuará llamando:
-Keo... Keo...
Lo miró incrédulo el cacique y el machi, respondiendo a sus pensamientos, agregó:
-Marcha hacia el cerro, y mañana muy temprano, cuando el Inti aparezca por oriente, verás a la nueva Keo que junto al arroyo que serpentea entre jarillas y achiras, la mirada dirigida al cielo y como ausente de la tierra, estará en muda contemplación de su adorado.
Marchóse Sinchica.
Cuando amaneció tal como se lo indicara el machi, se hallaba en el cerro y tal como aquél lo predijera, también, allí había una especie de perdiz que, abstraída, mirando al sol, ni siquiera lo oyó llegar...
Vocabulario
Las montañas, gigantes de piedra que tratan de alcanzar el cielo, ostentan sus cimas blancas de nieve y sus quebradas profundas que, a manera de pliegues inmensos, surcan la ladera.
El silencio hondo y perfecto sólo es interrumpido por el vuelo de algún cóndor que, extendiendo majestuoso el abanico de sus alas y describiendo una espiral en el espacio, emprende vuelo hacia las alturas.
Silencio y soledad reinan en el gris azulado del instante que precede a la aurora. De pronto, sin transición, como bajo el influjo de algún genio misterioso, la nieve de las altas cumbres refulge con brillo de oro y el cielo se tiñe de rosa y de violado añil.
El paisaje toma vida y relieve. El verde se destaca sobre el castaño de la piedra, y la niebla, que envolvía al valle, comienza a desvanecerse. Es que el sol, venciendo a las tinieblas de la noche, llega a la tierra con sus rayos luminosos.
De pie, junto a un cardón que eleva sus brazos al cielo, una hermosa doncella en actitud ansiosa, la mirada hacia oriente, aguarda la caricia de esos rayos sobre su rostro, sobre sus manos, sobre su cuerpo todo, y el Inti, señor y rey de vida y de energía, que rige y gobierna los días, los años y las estaciones, magnánimo y generoso, la cubre con el calor de su luz.
Satisfecha en su deseo, la niña emprende el camino de vuelta hacia la aldea de donde salió cuando las estrellas salpicaban el cielo con puntos de luz y Mama Quilla iluminaba los caminos convirtiéndolos en cintas de plata...
Con mano suave toma los cordones de lana que caen del cuello de la llama blanca que siempre la acompaña, y seguida por el animalito, con paso elástico, ágil y esbelta, desciende por los senderos de la montaña.
La belleza de la muchacha la hace inconfundible en la región. Es Keo, la hija del cacique Choro que, como todos los días, acude a presenciar el nacimiento del día desde el cerro más cercano para que el sol llegue hasta ella antes que hasta los demás...
La joven se acerca. A corta distancia su belleza es bien visible. En su rostro fino, de color cobrizo, resaltan los ojos grandes y negros de mirada ausente y la boca roja de expresión cordial.
Sobre su cabello lacio y renegrido peinado en dos simbas, lucen su color azul violáceo las flores de tarco con que se ha adornado.
Sobre el vestido, especie de camisa larga con mangas, lleva una fina manta de lana de vicuña con diversas guardas de variados dibujos en colores brillantes y calza sus pies con ojotas de cuero que le permiten caminar segura sobre las piedras del camino.
Marcha, y su mirada ausente, levantada hacia el cielo, se posa en Inti, que a través de las nubes le envía sus rayos oblicuos.
Esa es su mayor felicidad, la que pone en su boca un gesto de dulzura, da brillo a sus ojos y firmeza a su andar.
Sin haber dejado un instante de mirar al sol, llega a la casa de su padre. Es de forma rectangular, construida en el valle con piedras colocadas las unas sobre las otras, de muros anchos y poco elevados y puertas bajas con marcos de madera cardón.
Grandes árboles la rodean. Detrás de la casa, un grupo de algarrobos ostenta su floración amarilla mientras a un lado, un yuchán y un samohú ofrecen la belleza de sus flores recortadas sobre el azul del cielo como estrellas blancas y rosadas.
Las mariposas cruzan el aire semejando pétalos desprendidos de alguna planta maravillosa, mientras los pájaros, con trinos de cristal y cantos melodiosos, se suman a la armonía del paisaje.
La niña se detiene. Extasiada contempla la fantástica belleza que la rodea y otra vez sus ojos se dirigen al cielo para fijarlos en Inti, que brilla y reina absoluto en las alturas. Una adoración sin límites transforma el rostro de Keo, sublimizando su expresión, cuando una voz, venida del interior de la casa, la vuelve a la realidad:
-¡Keo...! ¡Keo...!
Se sobresalta la niña, y dando unos pasos continúa la interrumpida marcha al tiempo que responde:
-¡Ya vy madre! ¡Ya voy...!
Su voz, de inflexiones cálidas, es tan dulce como la mirada tierna de sus ojos negros.
La madre sale a recibirla. Es una mujer joven, de mediana estatura, de tez cobriza, salientes pómulos y mirada vivaz. Peina su cabello lacio y negro en trenzas que, recogidas en forma de moños sobre ambos lados de la cabeza, sujeta con una vincha de color vivo.
Hay cierto reproche en la voz cuando se dirige a su hija:
-¡Otra vez, Keo! ¿Qué fin te lleva tan temprano a lo alto de la montaña?
-Inti me llama, madre, y desde allí lo veo aparecer antes que nadie. Yo soy la primera que descubre su fulgor sobre las cimas nevadas y la primera a quien acarician sus rayos de fuego -respondió muy suave la niña.
Movió la madre la cabeza, mientras Keo conducía la llama hasta un corral de pircas donde la dejó. Luego, como acostumbraba hacerlo diariamente, se instaló ante un telar colocado bajo las ramas protectoras de un tarco en flor.
Una manta empezada mostraba la policromía de sus grecas variadas, en las que el blanco, el negro y el rojo, resaltaban sobre el ocre del fondo.
Trabajó Keo sin cesar. Muchas veces pasó el ovillo de lana de llama por los lizos, separados al golpe de los pedales, y muchas veces con el peine golpeó la tela para apretar el tejido y hacerlo compacto. Muchas veces cambió el color de la lana y el dibujo que formaba las guardas. Pero cumplía mecánicamente la tarea. Su pensamiento estaba en lo alto, donde Inti brillaba en todo su esplendor.
Con tenues pasos se acercó la madre. Su llegada no fue advertida por la joven que continuaba su tarea ensimismada y como ajena a todo lo que no fuera el Inti soberano, dueño de su alma y de sus pensamientos.
-Keo... Keo... -la llamó.
Volvió la niña la cabeza y recién notó la presencia de su madre.
-Keo... -insistió-, tu padre quería hablarte, pero te habías ido... Debe comunicarte algo importante... que tú tendrás que resolver...
-¿De qué se trata, madre?
-Ya te lo dirá él a su vuelta... Ha ido a consultar al machi...
Decayó el interés de la niña, que volvió a aislarse en sus pensamientos.
La madre, decepcionada, movió la cabeza con gesto impotente y se dirigió a la casa en busca de las madejas de lana que debía teñir.
Cerca del telar en el que trabajaba Keo, estaban dispuestas las ollas de barro conteniendo las tintas previamente preparadas. La primera, de color marrón, lograda con resina de algarrobo; la segunda, roja, con cochinilla colorada, y la tercera, amarilla, preparada con chilca.
Volvió la madre con las madejas listas para ser sometidas al teñido y las echó en los recipientes que colocó luego sobre el fuego a fin de hacer hervir su contenido.
Mientras tanto, Keo, callada y distante, continuaba su labor. Sólo se oís el ruido que hacía el pedal al ser golpeado para separar los lizos.
En ese instante en que el sol se ocultó detrás de una nube y la tierra, falta de su esplendor, pareció ensombrecida, Keo, libre del poderoso influjo ejercido por el astro, abandonó por un instante el telar y dirigiéndose a su madre, que en ese momento procedía a colocar las madejas teñidas en salvado de maíz y agua donde debían quedar durante tres días, le preguntó:
-Madre, ¿sabes para qué me buscaba mi padre?
-Sí, hija, lo sé.
-¿Para qué, madre? -volvió a preguntar, interesada-. Lo sabes y no me lo dices... Para nada bueno será, sin duda.
-Espera a tu padre. No debo ser yo quien te entere. Ten un poco de paciencia...
Keo no insistió. Por breves instantes quedó pensativa. De pronto todo su interés desapareció. Fue cuando el sol, libre ya de la nube que lo ocultaba, desde un cielo limpio y muy azul, la bañaba nuevamente con su luz de oro. Hacia él dirigió su mirada ausente y olvidó todo cuanto la rodeaba.
Momentos después llegaba el cacique, su padre, acompañado por dos extranjeros vestidos como para las grandes ocasiones.
Llevaban vinchas de colores que se prolongaban hasta el hombro izquierdo. Cubrían su cuerpo con túnicas blancas, sujetas a la cintura por ancho cinturón de plumas de suri cayendo hasta las rodillas y calzaban medias largas de lana y ojotas de cuero.
Llamó el cacique a su hija. Los extranjeros la hicieron objeto de los más respetuosos homenajes que asombraron a la niña, ignorante de la razón que los había llevado a las posesiones de su padre. Azorada, agradecía Keo tales atenciones, mientras con expresión interrogante miraba a su padre.
Uno de los desconocidos se adelantó, entregándole un manojo de valiosas plumas de suri, mientras el otro le ofrecía una finísima manta de lana de vicuña.
Volvió a agradecer la niña con palabra amable, cuando atónita oyó a su padre que decía:
-Carahuay y Huamango son los enviados del gran curaca Sinchica que, enamorado de tu belleza desea hacerte su esposa.
-¿A mí, padre? Si no me conoce...
-Eso crees tú, hija mía: pero te equivocas. Sinchica te ha visto en una de tus idas al cerro, de mañana muy temprano, y se ha enamorado de ti. Sus enviados vienen en busca de tu decisión.
-¡No puede ser, padre! ¡No puede ser! -lo interrumpió Keo, el acento implorante y la voz dolorida.
Choro frunció el entrecejo, clavó en su hija una mirada colérica y preguntó iracundo:
-¿Por qué no puede ser? ¿Quién lo impide?
-¡Es imposible, padre! Te lo suplico, ¡no me preguntes más! -agregó la niña en un ruego.
Intrigado quedó el cacique ante la insólita actitud de su hija, cuya sumisión a sus padres era uno de los más encomiables rasgos de su carácter.
Defraudado en sus esperanzas, el curaca hizo un gesto indignado, levantó el brazo derecho y señalando la casa de piedra que le servía de vivienda, ordenó:
-¡Ve a nuestra casa y espérame allí!
Cabizbaja acató la niña la orden del cacique y con paso lento marchó por el camino sombreado por añosos y corpulentos chañares.
En la casa, la madre esperaba ansiosa el resultado de la demanda.
Nada preguntó a Keo al verla llegar. La expresión de su rostro le dijo bien a las claras que su hija no había aceptado.
Lo lamentó la madre muy de veras. Sinchica era el más poderoso de los caciques de la región, famoso por su valor, por sus hazañas guerreras y por sus riquezas fabulosas que lo convertían en el pretendiente más codiciado del país. Eran muchas las doncellas que se hubieran sentido muy felices y orgullosas ante un requerimiento del apuesto Sinchica.
Nadie podía comprender la extraña actitud de la hija del curaca. Sin embargo, no era la primera vez que esto sucedía. Otros pretendientes fueron rechazados por la hermosa Keo en anteriores ocasiones.
Intrigado Choro, se propuso obtener de su hija una completa confesión. Llegó a su casa y la llamó a su presencia.
Se presentó la niña, y sin levantar la vista, en actitud sumisa, imploró:
-Perdóname padre, el disgusto que te he causado hace un momento; pero la respuesta no podía ser otra cosa... ¡Yo no puedo ser la esposa de Sinchica!
Volvió el padre a endurecer sus facciones ante la obstinación de su hija, y con cierta ironía preguntó otra vez:
-¿Es posible, por lo menos, conocer el motivo de tu resolución?
-¡No me preguntes, padre! ¡Hazme ese favor!
-¡No hay razón que yo deba ignorar! ¿O has olvidado que eres mi hija? -y agregó enérgico-: ¡Ahora te exijo que confieses el motivo de tu negativa!
Los ojos de Keo se llenaron de lágrimas. Elevó su mirada al cielo, donde Inti seguía brillando a juzgar por el rayo que se colaba en la habitación a través de la puerta entreabierta, y como si lo llamara en su auxilio en una plegaria muda, salió al exterior y quedó contemplando el disco de fuego que la bañaba con su luz.
El curaca, que la había seguido, contemplaba atónito la actitud de su hija sin poderla comprender.
Luego de breves instantes, bajó Keo la vista y con palabra cortada por los sollozos, respondió a su padre:
-¡Padre mío! Inti me ha llamado desde el cielo y deseo consagrarme a él. ¡Yo seré una de sus ñustas y le ofrendaré mi vida! Sólo podré casarme si uno de sus rayos, encarnado en un joven guerrero, llega hasta nosotros. Mientras esto no suceda, aquí estaré yo, feliz con vosotros y feliz de cumplir el destino que Inti ha señalado para mí...
Trató de convencerla el padre. Trató la madre de explicarle la conveniencia de su unión con el poderoso Sinchica, mostrándole el brillante porvenir que la esperaba. Todo fue inútil. La doncella se había prometido a Inti y nada la haría desistir de su promesa.
No era Sinchica persona que se dejara vencer por un fracaso. Decidido a conseguir a Keo por esposa, resolvió ser él quien se dirigiera a la tribu de Choro para hacer la petición por sí mismo, y en un amanecer glorioso, en que el cielo parecía haber reunido las más hermosas tonalidades del iris, partió el joven cacique en dirección al sur, allí donde moraba la dueña de sus pensamientos que él deseaba convertir en soberana de su pueblo.
Lo acompañaba un séquito cargado con los presentes más valiosos, seguido por una recua de llamas blancas.
Al frente, destacándose entre todos por su apostura y por su altivez, la cabeza erguida, dominante, ornada por una diadema de plumas, iba Sinchica en su kallapu, conducida por cuatro fornidos muchachos.
Valiosas piezas de oro y de plata, cinceladas, adornaban al joven curaca.
Dos emisarios se adelantaron para anunciar la llegada del cacique. Conducidos a presencia de Choro, cumplieron la misión que les encomendara su señor, entregando de antemano los presentes que aquél enviaba al cacique, consistentes en una hermosa piel de jaguar, una manta de piel de guanaco y un collar de piedras blancas con manchas rojas.
Dio orden el viejo curaca de realizar los preparativos para recibir dignamente al honorable visitante.
Bajo el gran tacu cubierto de flores amarillas, se colocaron las vasijas de barro repletas de aloja.
Keo debió, a su pesar, engalanarse con las prendas más finas sujetas con topos de plata y esmeraldas.
Su cabello lacio y muy negro, dividido en el centro de la cabeza, repartía en dos simbas que caían sobre su espalda atadas entre sí por medio de una cinta de lana terminada con borlitas de colores.
Aros de finísimas láminas de plata en forma de trapecios, pendían de sus orejas pequeñas.
Llegado el instante de enfrentarse con el poderoso pretendiente, la doncella se negó a hacerlo; pero el padre, esperanzado hasta último momento, y midiendo las graves consecuencias que podría causarle este desaire hecho a la persona del altivo cacique, la obligó a presentarse.
Cuando el viajero y su séquito aparecieron a la distancia, el curaca y su hija lo esperaban bajo el árbol sagrado, el tacu secular, testigo de tantas escenas gloriosas.
Bajó Sinchica de su kallapu. Su apuesta figura se destacó sobre el fondo oscuro de la montaña, revelando al poderoso señor.
Llevaba el cabello, largo y lacio, peinado en simbas que se anudaban artísticamente sobre la cabeza. El llauto con borla que caía hacia la izquierda, y un brazalete en su brazo derecho, eran símbolos de su autoridad.
Sobre su pecho, en un escudo de cuero, se hallaban pintados un uturuncu y un kúntur, correspondientes al signo de la tribu.
Saludó Sinchica, y Choro dio la bienvenida. Keo, sumisa, bajó la vista y detuvo su mirada en la tierra.
El más importante de los guerreros del séquito alcanzó a su señor una vasija de barro que él, a su vez, ofreció a la hermosa doncella. Ella, en sumisa actitud, no osaba aceptar el presente; pero una palabra de su padre fue suficiente para que la hija, extendiendo ambas manos recibiera la ofrenda de Sinchica y le agradeciera al poderoso curaca.
Este sacó de la vasija un collar de malaquitas que colocó alrededor del cuello de Keo y varios brazaletes de huaicas, de plata y de oro con los que adornó sus brazos.
Volvió a agradecer la doncella, pero la mirada suplicante con que acompañó sus palabras, dio a entender al noble pretendiente, que sólo un acto de obediencia al padre, había obligado a la niña a aceptar los principescos obsequios.
Una vez cumplidas estas ceremonias, el viejo cacique presentó a su huésped un vaso de barro colmado de alija y ambos jefes bebieron haciendo votos por una eterna amistad entre los dos pueblos.
Pero no debía durar mucho tiempo tanta cordialidad.
Cuando se trató el asunto, motivo de la visita de Sinchica, el ambiente cambió.
Keo, firme en su propósito, se negaba a aceptar por esposo al magnífico curaca.
De nada valieron los reiterados ruegos del padre hechos en todos los tonos. La decisión de la muchacha era irrevocable.
El orgullo de Sinchica no podía admitir un fracaso que suponía el derrumbe de sus más caros proyectos, y colérico emprendió el regreso a sus dominios no sin antes haber gritado su propósito de vengarse de la que él suponía orgullosa doncella.
Dolorosa era la tristeza que embargaba al altivo curaca, sólo superada por el profundo rencor que lo dominaba.
En el largo y penoso camino que debió recorrer, únicamente amargos pensamientos y funestos propósitos de venganza colmaron su mente.
Llegado a sus dominios, puso de inmediato el mayor empeño en llevar a cabo sus intentos.
Llamó a su presencia al machi más famoso de la tribu. Le ordenó que pidiera a los dioses un castigo para la doncella que lo hiciera víctima de su desprecio.
Hizo el adivino ciertas mezclas de hierbas secas que molió en un mortero de piedra; las quemó acompañándolas con saltos, movimientos de manos y palabras raras. Luego, abriendo los brazos, quedó ensimismado, mirando el humo que producían las hierbas al quemarse y que se elevaba en giros diversos.
De pronto su cara se iluminó y sus ojillos, de mirada penetrante, brillaron. Había interpretado, de acuerdo a su ciencia, las formas adoptadas por el humo al subir, y decía:
-Ampatu ha de ayudarnos. Necesito cuatro cabellos de la orgullosa doncella que hayan quedado en el peine, luego de peinarse.
-Los tendrás, machi, y también llegará tu recompensa si consigo ver cumplidos mis deseos.
Se retiró Sinchica esperanzado y esa misma tarde partió en emisario en busca de los cuatro cabellos de Keo.
Varios días tardó en volver; pero cuando llegó, traía triunfante lo que se le había encargado y mucho más. Dentro de una chuspa traía el peine tal como lo dejara Keo después de peinarse. Entre los dientes del mismo, consistentes en espinas de cardón sujetas entre dos palitos por ataduras de lanas que les prestaban resistencia, habían quedado muchos cabellos de las negras simbas de Keo.
Así fueron entregados al machi que, de todos, sólo tomó cuatro, los hizo ovillo y envolviéndolos en un trapo, lo traspasó varias veces con espinas.
Tomó luego un sapo, lo puso panza arriba en la puerta de la vivienda, y levantando en alto, sobre el animal, el pequeño envoltorio de cabellos, trapo y espinas, repitió varias veces el nombre de la víctima señalada, acompañándolo con sonidos guturales sin duda destinados a invocar la ayuda del ampatu, enviado de Súpay a la tierra.
De inmediato habló el hechicero:
-Has sido complacido, mi señor. Keo, la ingrata que te despreció por el sol, perderá su forma humana y transformada en una ave pequeña e insignificante huirá de la tribu de su padre para vivir a la orilla de ríos y de lagunas adorando al sol que se reflejará en las aguas. A nadie responderá cuando la llamen. Sólo oirá la voz y obedecerá los mandatos de aquél que espera en vano sobre la tierra. De su persona, solamente quedará como recuerdo su nombre, pues así se la continuará llamando:
-Keo... Keo...
Lo miró incrédulo el cacique y el machi, respondiendo a sus pensamientos, agregó:
-Marcha hacia el cerro, y mañana muy temprano, cuando el Inti aparezca por oriente, verás a la nueva Keo que junto al arroyo que serpentea entre jarillas y achiras, la mirada dirigida al cielo y como ausente de la tierra, estará en muda contemplación de su adorado.
Marchóse Sinchica.
Cuando amaneció tal como se lo indicara el machi, se hallaba en el cerro y tal como aquél lo predijera, también, allí había una especie de perdiz que, abstraída, mirando al sol, ni siquiera lo oyó llegar...
Vocabulario
Inti: Sol
Mama-Quilla: Luna
Choro: Caracol
Keo: Especie de perdiz
Simbas: Trenzas
Yuchán: Palo borracho que da flores blanco amarillentas
Samohú: Palo borracho cuyas flores son rosadas
Pircas: Lajas
Suri: Avestruz
Carahuay: Lagarto verde
Huamango: Halcón.
Sinchica: El valeroso
Chilca: Planta tintórea
Ñustas: Princesas
Kallapu: Litera
Llauto: Vincha
Uturuncu: Tigre
Kúntur: Cóndor
Huaicas: Cuentas de un collar
Chuspa: Bolsa o talega
Ampatu: Sapo
Zúpay: El demonio
Ojotas: Calzado especial constituido por una suela de cuero o de cardón y que se sujeta al pie por varios tientos
Tacu: Algarrobo. Árbol frondoso siempre verde. Su fruto es la algarroba con la que se fabrica el patay, especie de pan, y la aloja, bebida fermentada.
Tarco: Jacarandá. Árbol tropical, frondoso y de gran altura. Las flores, que aparecen en noviembre y diciembre, tienen forma de campanas alargadas, de color azul violáceo. Se usa en ebanistería y como planta de adorno.
Topos: Alfileres largos con una placa circular en un extremo con el que las araucanas prendían el rebozo
Jarilla: Arbusto resinoso que abunda en la región andina. Arde con facilidad aun estando verde, y como leña se prefiere para calentar el horno de pan. Se dice que la hoja busca al sol y que el viajero perdido puede orientarse con esa brújula natural
Machi: Curandero, hechicero.