miércoles, 30 de septiembre de 2009

Leyenda Diaguita "Keo"

Desde lo alto del cerro, el valle se percibe como una mancha oscura velada por la niebla.
Las montañas, gigantes de piedra que tratan de alcanzar el cielo, ostentan sus cimas blancas de nieve y sus quebradas profundas que, a manera de pliegues inmensos, surcan la ladera.
El silencio hondo y perfecto sólo es interrumpido por el vuelo de algún cóndor que, extendiendo majestuoso el abanico de sus alas y describiendo una espiral en el espacio, emprende vuelo hacia las alturas.
Silencio y soledad reinan en el gris azulado del instante que precede a la aurora. De pronto, sin transición, como bajo el influjo de algún genio misterioso, la nieve de las altas cumbres refulge con brillo de oro y el cielo se tiñe de rosa y de violado añil.
El paisaje toma vida y relieve. El verde se destaca sobre el castaño de la piedra, y la niebla, que envolvía al valle, comienza a desvanecerse. Es que el sol, venciendo a las tinieblas de la noche, llega a la tierra con sus rayos luminosos.
De pie, junto a un cardón que eleva sus brazos al cielo, una hermosa doncella en actitud ansiosa, la mirada hacia oriente, aguarda la caricia de esos rayos sobre su rostro, sobre sus manos, sobre su cuerpo todo, y el Inti, señor y rey de vida y de energía, que rige y gobierna los días, los años y las estaciones, magnánimo y generoso, la cubre con el calor de su luz.
Satisfecha en su deseo, la niña emprende el camino de vuelta hacia la aldea de donde salió cuando las estrellas salpicaban el cielo con puntos de luz y Mama Quilla iluminaba los caminos convirtiéndolos en cintas de plata...
Con mano suave toma los cordones de lana que caen del cuello de la llama blanca que siempre la acompaña, y seguida por el animalito, con paso elástico, ágil y esbelta, desciende por los senderos de la montaña.
La belleza de la muchacha la hace inconfundible en la región. Es Keo, la hija del cacique Choro que, como todos los días, acude a presenciar el nacimiento del día desde el cerro más cercano para que el sol llegue hasta ella antes que hasta los demás...
La joven se acerca. A corta distancia su belleza es bien visible. En su rostro fino, de color cobrizo, resaltan los ojos grandes y negros de mirada ausente y la boca roja de expresión cordial.
Sobre su cabello lacio y renegrido peinado en dos simbas, lucen su color azul violáceo las flores de tarco con que se ha adornado.
Sobre el vestido, especie de camisa larga con mangas, lleva una fina manta de lana de vicuña con diversas guardas de variados dibujos en colores brillantes y calza sus pies con ojotas de cuero que le permiten caminar segura sobre las piedras del camino.
Marcha, y su mirada ausente, levantada hacia el cielo, se posa en Inti, que a través de las nubes le envía sus rayos oblicuos.
Esa es su mayor felicidad, la que pone en su boca un gesto de dulzura, da brillo a sus ojos y firmeza a su andar.
Sin haber dejado un instante de mirar al sol, llega a la casa de su padre. Es de forma rectangular, construida en el valle con piedras colocadas las unas sobre las otras, de muros anchos y poco elevados y puertas bajas con marcos de madera cardón.
Grandes árboles la rodean. Detrás de la casa, un grupo de algarrobos ostenta su floración amarilla mientras a un lado, un yuchán y un samohú ofrecen la belleza de sus flores recortadas sobre el azul del cielo como estrellas blancas y rosadas.
Las mariposas cruzan el aire semejando pétalos desprendidos de alguna planta maravillosa, mientras los pájaros, con trinos de cristal y cantos melodiosos, se suman a la armonía del paisaje.
La niña se detiene. Extasiada contempla la fantástica belleza que la rodea y otra vez sus ojos se dirigen al cielo para fijarlos en Inti, que brilla y reina absoluto en las alturas. Una adoración sin límites transforma el rostro de Keo, sublimizando su expresión, cuando una voz, venida del interior de la casa, la vuelve a la realidad:
-¡Keo...! ¡Keo...!
Se sobresalta la niña, y dando unos pasos continúa la interrumpida marcha al tiempo que responde:
-¡Ya vy madre! ¡Ya voy...!
Su voz, de inflexiones cálidas, es tan dulce como la mirada tierna de sus ojos negros.
La madre sale a recibirla. Es una mujer joven, de mediana estatura, de tez cobriza, salientes pómulos y mirada vivaz. Peina su cabello lacio y negro en trenzas que, recogidas en forma de moños sobre ambos lados de la cabeza, sujeta con una vincha de color vivo.
Hay cierto reproche en la voz cuando se dirige a su hija:
-¡Otra vez, Keo! ¿Qué fin te lleva tan temprano a lo alto de la montaña?
-Inti me llama, madre, y desde allí lo veo aparecer antes que nadie. Yo soy la primera que descubre su fulgor sobre las cimas nevadas y la primera a quien acarician sus rayos de fuego -respondió muy suave la niña.
Movió la madre la cabeza, mientras Keo conducía la llama hasta un corral de pircas donde la dejó. Luego, como acostumbraba hacerlo diariamente, se instaló ante un telar colocado bajo las ramas protectoras de un tarco en flor.
Una manta empezada mostraba la policromía de sus grecas variadas, en las que el blanco, el negro y el rojo, resaltaban sobre el ocre del fondo.
Trabajó Keo sin cesar. Muchas veces pasó el ovillo de lana de llama por los lizos, separados al golpe de los pedales, y muchas veces con el peine golpeó la tela para apretar el tejido y hacerlo compacto. Muchas veces cambió el color de la lana y el dibujo que formaba las guardas. Pero cumplía mecánicamente la tarea. Su pensamiento estaba en lo alto, donde Inti brillaba en todo su esplendor.
Con tenues pasos se acercó la madre. Su llegada no fue advertida por la joven que continuaba su tarea ensimismada y como ajena a todo lo que no fuera el Inti soberano, dueño de su alma y de sus pensamientos.
-Keo... Keo... -la llamó.
Volvió la niña la cabeza y recién notó la presencia de su madre.
-Keo... -insistió-, tu padre quería hablarte, pero te habías ido... Debe comunicarte algo importante... que tú tendrás que resolver...
-¿De qué se trata, madre?
-Ya te lo dirá él a su vuelta... Ha ido a consultar al machi...
Decayó el interés de la niña, que volvió a aislarse en sus pensamientos.
La madre, decepcionada, movió la cabeza con gesto impotente y se dirigió a la casa en busca de las madejas de lana que debía teñir.
Cerca del telar en el que trabajaba Keo, estaban dispuestas las ollas de barro conteniendo las tintas previamente preparadas. La primera, de color marrón, lograda con resina de algarrobo; la segunda, roja, con cochinilla colorada, y la tercera, amarilla, preparada con chilca.
Volvió la madre con las madejas listas para ser sometidas al teñido y las echó en los recipientes que colocó luego sobre el fuego a fin de hacer hervir su contenido.
Mientras tanto, Keo, callada y distante, continuaba su labor. Sólo se oís el ruido que hacía el pedal al ser golpeado para separar los lizos.
En ese instante en que el sol se ocultó detrás de una nube y la tierra, falta de su esplendor, pareció ensombrecida, Keo, libre del poderoso influjo ejercido por el astro, abandonó por un instante el telar y dirigiéndose a su madre, que en ese momento procedía a colocar las madejas teñidas en salvado de maíz y agua donde debían quedar durante tres días, le preguntó:
-Madre, ¿sabes para qué me buscaba mi padre?
-Sí, hija, lo sé.
-¿Para qué, madre? -volvió a preguntar, interesada-. Lo sabes y no me lo dices... Para nada bueno será, sin duda.
-Espera a tu padre. No debo ser yo quien te entere. Ten un poco de paciencia...
Keo no insistió. Por breves instantes quedó pensativa. De pronto todo su interés desapareció. Fue cuando el sol, libre ya de la nube que lo ocultaba, desde un cielo limpio y muy azul, la bañaba nuevamente con su luz de oro. Hacia él dirigió su mirada ausente y olvidó todo cuanto la rodeaba.
Momentos después llegaba el cacique, su padre, acompañado por dos extranjeros vestidos como para las grandes ocasiones.
Llevaban vinchas de colores que se prolongaban hasta el hombro izquierdo. Cubrían su cuerpo con túnicas blancas, sujetas a la cintura por ancho cinturón de plumas de suri cayendo hasta las rodillas y calzaban medias largas de lana y ojotas de cuero.
Llamó el cacique a su hija. Los extranjeros la hicieron objeto de los más respetuosos homenajes que asombraron a la niña, ignorante de la razón que los había llevado a las posesiones de su padre. Azorada, agradecía Keo tales atenciones, mientras con expresión interrogante miraba a su padre.
Uno de los desconocidos se adelantó, entregándole un manojo de valiosas plumas de suri, mientras el otro le ofrecía una finísima manta de lana de vicuña.
Volvió a agradecer la niña con palabra amable, cuando atónita oyó a su padre que decía:
-Carahuay y Huamango son los enviados del gran curaca Sinchica que, enamorado de tu belleza desea hacerte su esposa.
-¿A mí, padre? Si no me conoce...
-Eso crees tú, hija mía: pero te equivocas. Sinchica te ha visto en una de tus idas al cerro, de mañana muy temprano, y se ha enamorado de ti. Sus enviados vienen en busca de tu decisión.
-¡No puede ser, padre! ¡No puede ser! -lo interrumpió Keo, el acento implorante y la voz dolorida.
Choro frunció el entrecejo, clavó en su hija una mirada colérica y preguntó iracundo:
-¿Por qué no puede ser? ¿Quién lo impide?
-¡Es imposible, padre! Te lo suplico, ¡no me preguntes más! -agregó la niña en un ruego.
Intrigado quedó el cacique ante la insólita actitud de su hija, cuya sumisión a sus padres era uno de los más encomiables rasgos de su carácter.
Defraudado en sus esperanzas, el curaca hizo un gesto indignado, levantó el brazo derecho y señalando la casa de piedra que le servía de vivienda, ordenó:
-¡Ve a nuestra casa y espérame allí!
Cabizbaja acató la niña la orden del cacique y con paso lento marchó por el camino sombreado por añosos y corpulentos chañares.
En la casa, la madre esperaba ansiosa el resultado de la demanda.
Nada preguntó a Keo al verla llegar. La expresión de su rostro le dijo bien a las claras que su hija no había aceptado.
Lo lamentó la madre muy de veras. Sinchica era el más poderoso de los caciques de la región, famoso por su valor, por sus hazañas guerreras y por sus riquezas fabulosas que lo convertían en el pretendiente más codiciado del país. Eran muchas las doncellas que se hubieran sentido muy felices y orgullosas ante un requerimiento del apuesto Sinchica.
Nadie podía comprender la extraña actitud de la hija del curaca. Sin embargo, no era la primera vez que esto sucedía. Otros pretendientes fueron rechazados por la hermosa Keo en anteriores ocasiones.
Intrigado Choro, se propuso obtener de su hija una completa confesión. Llegó a su casa y la llamó a su presencia.
Se presentó la niña, y sin levantar la vista, en actitud sumisa, imploró:
-Perdóname padre, el disgusto que te he causado hace un momento; pero la respuesta no podía ser otra cosa... ¡Yo no puedo ser la esposa de Sinchica!
Volvió el padre a endurecer sus facciones ante la obstinación de su hija, y con cierta ironía preguntó otra vez:
-¿Es posible, por lo menos, conocer el motivo de tu resolución?
-¡No me preguntes, padre! ¡Hazme ese favor!
-¡No hay razón que yo deba ignorar! ¿O has olvidado que eres mi hija? -y agregó enérgico-: ¡Ahora te exijo que confieses el motivo de tu negativa!
Los ojos de Keo se llenaron de lágrimas. Elevó su mirada al cielo, donde Inti seguía brillando a juzgar por el rayo que se colaba en la habitación a través de la puerta entreabierta, y como si lo llamara en su auxilio en una plegaria muda, salió al exterior y quedó contemplando el disco de fuego que la bañaba con su luz.
El curaca, que la había seguido, contemplaba atónito la actitud de su hija sin poderla comprender.
Luego de breves instantes, bajó Keo la vista y con palabra cortada por los sollozos, respondió a su padre:
-¡Padre mío! Inti me ha llamado desde el cielo y deseo consagrarme a él. ¡Yo seré una de sus ñustas y le ofrendaré mi vida! Sólo podré casarme si uno de sus rayos, encarnado en un joven guerrero, llega hasta nosotros. Mientras esto no suceda, aquí estaré yo, feliz con vosotros y feliz de cumplir el destino que Inti ha señalado para mí...
Trató de convencerla el padre. Trató la madre de explicarle la conveniencia de su unión con el poderoso Sinchica, mostrándole el brillante porvenir que la esperaba. Todo fue inútil. La doncella se había prometido a Inti y nada la haría desistir de su promesa.
No era Sinchica persona que se dejara vencer por un fracaso. Decidido a conseguir a Keo por esposa, resolvió ser él quien se dirigiera a la tribu de Choro para hacer la petición por sí mismo, y en un amanecer glorioso, en que el cielo parecía haber reunido las más hermosas tonalidades del iris, partió el joven cacique en dirección al sur, allí donde moraba la dueña de sus pensamientos que él deseaba convertir en soberana de su pueblo.
Lo acompañaba un séquito cargado con los presentes más valiosos, seguido por una recua de llamas blancas.
Al frente, destacándose entre todos por su apostura y por su altivez, la cabeza erguida, dominante, ornada por una diadema de plumas, iba Sinchica en su kallapu, conducida por cuatro fornidos muchachos.
Valiosas piezas de oro y de plata, cinceladas, adornaban al joven curaca.
Dos emisarios se adelantaron para anunciar la llegada del cacique. Conducidos a presencia de Choro, cumplieron la misión que les encomendara su señor, entregando de antemano los presentes que aquél enviaba al cacique, consistentes en una hermosa piel de jaguar, una manta de piel de guanaco y un collar de piedras blancas con manchas rojas.
Dio orden el viejo curaca de realizar los preparativos para recibir dignamente al honorable visitante.
Bajo el gran tacu cubierto de flores amarillas, se colocaron las vasijas de barro repletas de aloja.
Keo debió, a su pesar, engalanarse con las prendas más finas sujetas con topos de plata y esmeraldas.
Su cabello lacio y muy negro, dividido en el centro de la cabeza, repartía en dos simbas que caían sobre su espalda atadas entre sí por medio de una cinta de lana terminada con borlitas de colores.
Aros de finísimas láminas de plata en forma de trapecios, pendían de sus orejas pequeñas.
Llegado el instante de enfrentarse con el poderoso pretendiente, la doncella se negó a hacerlo; pero el padre, esperanzado hasta último momento, y midiendo las graves consecuencias que podría causarle este desaire hecho a la persona del altivo cacique, la obligó a presentarse.
Cuando el viajero y su séquito aparecieron a la distancia, el curaca y su hija lo esperaban bajo el árbol sagrado, el tacu secular, testigo de tantas escenas gloriosas.
Bajó Sinchica de su kallapu. Su apuesta figura se destacó sobre el fondo oscuro de la montaña, revelando al poderoso señor.
Llevaba el cabello, largo y lacio, peinado en simbas que se anudaban artísticamente sobre la cabeza. El llauto con borla que caía hacia la izquierda, y un brazalete en su brazo derecho, eran símbolos de su autoridad.
Sobre su pecho, en un escudo de cuero, se hallaban pintados un uturuncu y un kúntur, correspondientes al signo de la tribu.
Saludó Sinchica, y Choro dio la bienvenida. Keo, sumisa, bajó la vista y detuvo su mirada en la tierra.
El más importante de los guerreros del séquito alcanzó a su señor una vasija de barro que él, a su vez, ofreció a la hermosa doncella. Ella, en sumisa actitud, no osaba aceptar el presente; pero una palabra de su padre fue suficiente para que la hija, extendiendo ambas manos recibiera la ofrenda de Sinchica y le agradeciera al poderoso curaca.
Este sacó de la vasija un collar de malaquitas que colocó alrededor del cuello de Keo y varios brazaletes de huaicas, de plata y de oro con los que adornó sus brazos.
Volvió a agradecer la doncella, pero la mirada suplicante con que acompañó sus palabras, dio a entender al noble pretendiente, que sólo un acto de obediencia al padre, había obligado a la niña a aceptar los principescos obsequios.
Una vez cumplidas estas ceremonias, el viejo cacique presentó a su huésped un vaso de barro colmado de alija y ambos jefes bebieron haciendo votos por una eterna amistad entre los dos pueblos.
Pero no debía durar mucho tiempo tanta cordialidad.
Cuando se trató el asunto, motivo de la visita de Sinchica, el ambiente cambió.
Keo, firme en su propósito, se negaba a aceptar por esposo al magnífico curaca.
De nada valieron los reiterados ruegos del padre hechos en todos los tonos. La decisión de la muchacha era irrevocable.
El orgullo de Sinchica no podía admitir un fracaso que suponía el derrumbe de sus más caros proyectos, y colérico emprendió el regreso a sus dominios no sin antes haber gritado su propósito de vengarse de la que él suponía orgullosa doncella.
Dolorosa era la tristeza que embargaba al altivo curaca, sólo superada por el profundo rencor que lo dominaba.
En el largo y penoso camino que debió recorrer, únicamente amargos pensamientos y funestos propósitos de venganza colmaron su mente.
Llegado a sus dominios, puso de inmediato el mayor empeño en llevar a cabo sus intentos.
Llamó a su presencia al machi más famoso de la tribu. Le ordenó que pidiera a los dioses un castigo para la doncella que lo hiciera víctima de su desprecio.
Hizo el adivino ciertas mezclas de hierbas secas que molió en un mortero de piedra; las quemó acompañándolas con saltos, movimientos de manos y palabras raras. Luego, abriendo los brazos, quedó ensimismado, mirando el humo que producían las hierbas al quemarse y que se elevaba en giros diversos.
De pronto su cara se iluminó y sus ojillos, de mirada penetrante, brillaron. Había interpretado, de acuerdo a su ciencia, las formas adoptadas por el humo al subir, y decía:
-Ampatu ha de ayudarnos. Necesito cuatro cabellos de la orgullosa doncella que hayan quedado en el peine, luego de peinarse.
-Los tendrás, machi, y también llegará tu recompensa si consigo ver cumplidos mis deseos.
Se retiró Sinchica esperanzado y esa misma tarde partió en emisario en busca de los cuatro cabellos de Keo.
Varios días tardó en volver; pero cuando llegó, traía triunfante lo que se le había encargado y mucho más. Dentro de una chuspa traía el peine tal como lo dejara Keo después de peinarse. Entre los dientes del mismo, consistentes en espinas de cardón sujetas entre dos palitos por ataduras de lanas que les prestaban resistencia, habían quedado muchos cabellos de las negras simbas de Keo.
Así fueron entregados al machi que, de todos, sólo tomó cuatro, los hizo ovillo y envolviéndolos en un trapo, lo traspasó varias veces con espinas.
Tomó luego un sapo, lo puso panza arriba en la puerta de la vivienda, y levantando en alto, sobre el animal, el pequeño envoltorio de cabellos, trapo y espinas, repitió varias veces el nombre de la víctima señalada, acompañándolo con sonidos guturales sin duda destinados a invocar la ayuda del ampatu, enviado de Súpay a la tierra.
De inmediato habló el hechicero:
-Has sido complacido, mi señor. Keo, la ingrata que te despreció por el sol, perderá su forma humana y transformada en una ave pequeña e insignificante huirá de la tribu de su padre para vivir a la orilla de ríos y de lagunas adorando al sol que se reflejará en las aguas. A nadie responderá cuando la llamen. Sólo oirá la voz y obedecerá los mandatos de aquél que espera en vano sobre la tierra. De su persona, solamente quedará como recuerdo su nombre, pues así se la continuará llamando:
-Keo... Keo...
Lo miró incrédulo el cacique y el machi, respondiendo a sus pensamientos, agregó:
-Marcha hacia el cerro, y mañana muy temprano, cuando el Inti aparezca por oriente, verás a la nueva Keo que junto al arroyo que serpentea entre jarillas y achiras, la mirada dirigida al cielo y como ausente de la tierra, estará en muda contemplación de su adorado.
Marchóse Sinchica.
Cuando amaneció tal como se lo indicara el machi, se hallaba en el cerro y tal como aquél lo predijera, también, allí había una especie de perdiz que, abstraída, mirando al sol, ni siquiera lo oyó llegar...

Vocabulario

Inti: Sol
Mama-Quilla: Luna
Choro: Caracol
Keo: Especie de perdiz
Simbas: Trenzas
Yuchán: Palo borracho que da flores blanco amarillentas
Samohú: Palo borracho cuyas flores son rosadas
Pircas: Lajas
Suri: Avestruz
Carahuay: Lagarto verde
Huamango: Halcón.
Sinchica: El valeroso
Chilca: Planta tintórea
Ñustas: Princesas
Kallapu: Litera
Llauto: Vincha
Uturuncu: Tigre
Kúntur: Cóndor
Huaicas: Cuentas de un collar
Chuspa: Bolsa o talega
Ampatu: Sapo
Zúpay: El demonio
Ojotas: Calzado especial constituido por una suela de cuero o de cardón y que se sujeta al pie por varios tientos
Tacu: Algarrobo. Árbol frondoso siempre verde. Su fruto es la algarroba con la que se fabrica el patay, especie de pan, y la aloja, bebida fermentada.
Tarco: Jacarandá. Árbol tropical, frondoso y de gran altura. Las flores, que aparecen en noviembre y diciembre, tienen forma de campanas alargadas, de color azul violáceo. Se usa en ebanistería y como planta de adorno.
Topos: Alfileres largos con una placa circular en un extremo con el que las araucanas prendían el rebozo
Jarilla: Arbusto resinoso que abunda en la región andina. Arde con facilidad aun estando verde, y como leña se prefiere para calentar el horno de pan. Se dice que la hoja busca al sol y que el viajero perdido puede orientarse con esa brújula natural
Machi: Curandero, hechicero.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Leyenda Guarani "Jurunda"

Cerca del río, los chiquilines pescan. Tiran sus precarios anzuelos en cuya punta danzan alguna lombriz y, atentos, esperan el pique. Muchas veces pasan horas hasta que pueden engañar a algún pez. Las más de las veces los peces se acercan al anzuelo, miran a la lombriz que se retuerce todavía bajo el agua, la olisquean y se van quizá riéndose de la ingenua manera de pescar de esos chiquilines.

Pero ellos son felices.

Estar junto a las aguas del río los hace felices.

De vez en cuando se cansan de esperar y entonces se dan un chapuzón.

Claro que no se aventuran a acercarse al remanso que desde el recodo del río los mira con sus negros ojos. Pero en el remanso era donde más gusto da pescar. Allí se pueden atrapar los mejores peces. El remanso es para los más osados y sólo uno de aquellos chiquilines se atreve a pescar en ese lugar. Es que el riesgo de resbalar y caer es grande. Y si se cae allí...

“Se enfurece el Ypóra y te arrastra hasta el fondo del río, te entierra en el barro te cubre de ramas, te ahoga y ya no te deja regresar. Ni tu cuerpo van a encontrar si te caés ahí...” le dice uno de los amigos al más audaz.

Pero el chiquilín no hace caso.

Lo que más le gusta es tentar al remanso.

Se acerca siempre solo y allí tiende la línea con el anzuelo. Una vez hasta sacó un dorado de allí. Claro que su padre lo felicitó por la pesca pero también le advirtió que no debía arriesgarse tanto, “Ypóra puede enojarse contigo si eres tan obstinado”, le dijo.

Todo reto, toda advertencia era de balde.

El chiquilín no tenía oídos para recomendaciones, obedecía más que nada al llamado de la sangre. Había nacido aventurero y nadie podía impedirlo. Eso pensaba su padre. Aunque no dejara de llamarle la atención y de poner cuidado en él toda vez que podía.

Un día iba del brazo de su madre a una fiesta en el pueblo. Parecía muy contento de acompañarle, pero lo cierto es que al primer descuido, el chiquilín desapareció. ¿Dónde estará? No desesperó la madre, conociendo el temperamento de su hijo, mas al pasar las horas y no verlo regresar comenzó a asustarse. ¿Dónde se habrá ido? se preguntaba la madre ahora desesperada. Al fin decidió buscarlo a orillas de río.

Cuando la madre llegó el chico ya no estaba en la orilla, había caído al agua, el remanso lo había arrastrado pero él había logrado asirse a un tronco y giraba y giraba en el remanso. La madre al verlo dio un grito de espanto y sin pensar que podía ayudarlo mejor de otra manera, se arrojó al agua para salvarlo. “¡No, madre!”, gritó el chiquilín que conocía la fuerza del remanso. Pero ya era tarde. La madre ya era arrastrada por el remolino implacable. Los círculos de agua le apretaban el pecho y la arrastraban hacia el fondo. Aún tuvo tiempo para una mirada última a su amado hijo que, con lágrimas en los ojos contemplaba lo inevitable.

El agua dulce del río le mojaba el cuerpo.

El agua salada de las lágrimas le mojaba el rostro.

Miró hacia el fondo del río y vio dos ojos verdes que también le miraban desde el fondo del agua. Una mirada terrible que surgía de la oscuridad total de las aguas.

“Has sido castigado”, dijo una voz que resonó profunda, “por tu culpa tu madre ha muerto. Ypóra te condena: desde hoy obligatoriamente seguirás el curso de los ríos, intrincado como tus deseos. Pescar era tu alegría, pues pescarás toda tu vida y más aún. Te pondré plumas de colores, volarás a ras del agua y perseguirás a los peces. Pero los chicos como tú te perseguirán por siempre. No te será posible cantar, pero cada vez que lo intentes un graznido seco saldrá de tu garganta para recordarte que tu madre ha muerto por tu culpa.”

Despareció la mirada luminosa del fondo del río. Y el martín pescador que ahora estaba posado en el tronco se alejó volando sobre el rumor de las aguas.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Leyenda Guarani "El Sol Rojo"

Entre los indios mocoretaes había uno, joven, aguerrido y valiente llamado Igtá (hábil nadador) que amaba a la más buena y hermosa de las mujeres de su tribu, Picazú (paloma torcaz), y quería casarse con ella.
Los padres de Picazú consintieron en que se realizase tal boda; pero siendo necesario para ello la aprobación de la Luna, llamaron al Tuyá (adivino) de la tribu para que la consultara.
Era una noche plácida y serena. La luz blanca, clara, brillante y hermosa de la Luna iluminaba los campos y las tolderías de los indios. Y el Tuyá interpretó:
-Esa luz que nos envía la Luna significa que ella aprueba satisfecha la boda de Igtá y Picazú.
Entonces, el Jefe de la tribu ordenó a Igtá demostrase a todos que en verdad era digno y merecedor de tomar compañera. Para ello debía arrojarse a las aguas de la laguna y nadar durante largo rato. Después, ir en busca de un gran número de presas de caza.
Igtá, que era excelente nadador y había cazado mucho desde su niñez, realizó las pruebas con el mayor éxito, pues nadó cuanto se lo pidió y trajo entre sus brazos abundante caza.
Las ceremonias de la boda realizáronse una noche, después de tres lunas. Se encendió una gran hoguera, a cuyo alrededor todos los indios comían, bebían, bailaban y gritaban, festejando tan grande acontecimiento.
Pero algo faltaba para que Igtá y Picazú fueran felices: tener la seguridad de que Tupá, su dios bueno, había aprobado también la boda. Y esperaron.
¡Cuál no sería su pena y desconsuelo, cuando llegada la noche siguiente comenzó a caer una copiosa lluvia! Eran las lágrimas de Tupá las que caían sobre la tribu para significar el descontento y desaprobación del dios por haberse realizado la unión de los jóvenes indios.
Igtá y Picazú no podían, pues, continuar unidos perteneciendo a la tribu. Debían huir y arrojarse a las aguas de la laguna. Allí había una isla donde moraban todos los que se habían casado contrariando la voluntad de Tupá. Los dos debían ir a esa isla para no volver jamás.
Al día siguiente cesó la lluvia. Y por la tarde, a la hora en que el sol iba a ocultarse en el ocaso, Igtá y Picazú se arrojaron al agua y comenzaron a nadar.
Los indios de su tribu, reunidos a orillas de la laguna, viéndolos alejarse lentamente, los injuriaban y maldecían para aplacar el enojo de Tupá y evitar sus castigos, pues ésta era su creencia.
Igtá, hábil nadador, consiguió nadar buen trecho, ayudando también a su infortunada compañera. Poco faltaba a Igtá y Picazú para llegar a la isla sanos y salvos, cuando una nueva desgracia cayó sobre ellos: Ñuatí (Espina), un guerrero malvado de la tribu, les arrojó una flecha. Todos los indios lo imitaron, y entonces fue una lluvia de flechas la que llegó hasta Picazú e Igtá, quienes, heridos quizás por ellas, desaparecieron de la superficie de las aguas.
En ese preciso instante el sol, que se hundía en el horizonte, tomó un intenso color rojo; y su luz tiñó la laguna e iluminó de rojo los campos y el cielo.
Esto llenó de asombro a los indios, los que, atemorizados, huyeron velozmente, alejándose de la laguna.
Mientras tanto Igtá y Picazú, ayudados sin duda por Tupá porque eran buenos, lograban salvarse y llegar a la isla, donde podrían al fin vivir felices, pues se amaban mucho.


VOCABULARIO

Tupá: Dios bueno de los guaraníes.

Tuyá: Anciano de la tribu. Consultaba los astros. Era curandero y sacerdote.

Igtá: Hábil nadador.

Picazú: Paloma torcaz.

Ñuatí: Espina.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Leyenda Guarani "El Salto del Guairá"

En lecho de piedras corría el río. Sus orillas cubiertas de vegetación albergaban aves vistosas de colorido plumaje y flores maravillosas de tonos brillantes. Aves y flores se confundían entre sí y al mirar no se sabía, en el abigarrado espectáculo que ofrecía la naturaleza, si se trataba de flores que volaban o de pájaros posados en las ramas. Tucanes, loros y guacamayos se unían a las orquídeas, a las achiras, a los yuchanes, a las palmeras y a las magnolias, para brindar el magnífico encanto de la selva tropical.

Enmarcada por la pujante vegetación de la floresta, se levantaba la toldería de la tribu de Capibara. Entre todos sus hijos, Capibara distinguía al único varón, Guairá, su curumí, como lo llamaba. Desde pequeño se habituó Guairá a andar con su padre, por el que sentía tanto cariño como admiración. Con su padre salía de caza, con él había aprendido a manejar el arco y la flecha, a dirigir la canoa, a tejer cestos, a pescar con f lechas o con anzuelos. Nadie había que entendiera al cacique mejor que su hijo, ni ninguno que supiera complacerlo con mayor fidelidad que el pequeño curumí.

Capibara, como todos los indígenas, era muy supersticioso. Creía en daños, en maleficios, en payés y en genios malignos. Para precaverse de cualquier ma1 que pudiera alcanzarlo, usaba, pendiente de su cuello; una guayaca, consistente en una bolsita bien cerrada conteniendo tres plumas del ala de un caburé. Es el caburé o caburey, una pequeña ave de rapiña a la que se le atribuyeron poderes mágicos. Por eso, el llevar tres plumas de este animal, o bien de urutaú, otra ave milagrosa, según los guaraníes, significaba una seguridad para su poseedor, que así atraía todo lo bueno que pudiera ocurrirle, alejando los peligros y teniendo su vida asegurada contra los enemigos, las enfermedades o los accidentes. No es de extrañar entonces que Capibara tuviera buen cuidado de asegurarse que su mágica guayaca no faltara jamás de su cuello.

Uno de los peligros que amenazaban de continuo a Capibara, era Ñañá taú. Este genio dañino y perverso odiaba a Capibara y no perdía oportunidad tratando de ocasionarle algún mal. Sin embargo, nunca logró su deseo, pues el cacique estaba bien protegido por su payé. Pasaron los años y el cariño y el compañerismo de Guairá y de su padre se habían afianzado en tal forma que siempre se los veía juntos y en el más cordial entendimiento. Guairá no tenía más amigo que su padre, a tal punto que los muchachos de su edad, que fueron sus compañeros de juegos cuando chicos, se habían alejado de él por completo, seguros de que su compañía, lejos de agradar al hijo del cacique, parecía fastidiarlo y molestarlo.

En cierta oportunidad Capibara y su hijo salieron a cazar a la selva lejana donde abundaban el guanaco y los jaguares. Iban bien provistos de armas y de alimentos, pues la excursión iba a ser larga a causa de la distancia que separaba la tribu del bosque al que se dirigían. Fueron días muy felices los que pasaron Capibara y Guairá tratando de conseguir las mejores piezas de caza, haciendo el mayor despliegue de astucia, de inteligencia y de viveza, acuciados por su espíritu guerrero y batallador. Muy contentos hubieran regresado a la toldería si un acontecimiento nefasto y de tanta importancia para ellos no hubiera llenado de congoja a los cazadores.

Sin saber cómo, ni cuándo, ni dónde, la guayaca, que colgaba del cuello de Capibara y contenía el mágico payé había desaparecido. Tal vez, en el entusiasmo de la caza, al pasar por 1os intrincados senderos que debían abrir en la selva, debió quedar enganchada entre las ramas de los árboles o de las plantas que, tupidas, crecían allí. Capibara llegó desfalleciente, con una pena muy honda en su corazón y una falta absoluta de confianza en sus fuerzas, sólo explicables si se tiene en cuenta la fe inquebrantable que tenía en las propiedades mágicas del amuleto perdido. Desde ese día se vio desmejorar a1 cacique, y todos pensaron que Ñañá Taú iba a lograr, por fin, lo que se propusiera durante tanto tiempo sin conseguirlo: la muerte del odiado Capibara, que enfermó de un mal extraño.

Su hijo vivía desesperado. Trató de inmediato de hacer buscar otro payé para su padre, otras tres plumas del ala del caburé o del urutaú; pero hasta e momento no lo había conseguido. Resultaba tan difícil lograrlo, que eran muy pocas las personas privilegiadas que lo poseían. No desfalleció el muchacho y salió él mismo en busca del ansiado talismán.

Antes de partir, al despedirse de su padre, le dijo confiado:

- Trata de mantenerte hasta mi vuelta, padre . . . Yo buscaré y traeré para ti el payé que reemplace el que perdiste en la selva. ¡No desesperes, padre, que mi cariño me ayudará a conseguir lo que tanto deseas!

Capibara lo dejó partir; pero su desesperanza era tan grande que tuvo el convencimiento del fracaso de los buenos deseos de su excelente hijo.

Pasaron varios días. El cacique desmejoraba con rapidez y ya no había nada que lo levantara de su postración, hasta que un amanecer, cuando la vida renacía en la tierra, Capibara perdió la suya, yendo su alma a reunirse con las de sus antepasados.

Momentos antes había llamado a su esposa para decirle:

-Siento que me voy a morir . . . y no volveré a ver a mi Curumí . .

Dile a Guairá que mi último pensamiento ha sido para él y que en sus acciones seguiré viviendo . . .

No bien hubo pronunciado estas palabras, en un suspiro muy hondo, se extinguió la vida del cacique.

Algunos días después llegó Guairá sin haber conseguido el tan ansiado amuleto, y al enterarse de la fatal noticia de la muerte de su padre, su desesperación no tuvo límites.

Desde ese instante se 1o vio taciturno y silencioso, vagar por los lugares que recorriera tantas veces con el amado caclque.

En cierta oportunidad, no pudiendo resistir la pena que lo consumía, dijo a su madre:

-Madre, mi vida aquí es un martirio. El recuerdo de mi padre no me abandona y creo que voy a morir. Ñaña Taú, no conforme con su muerte, extiende su venganza hasta mí, a quien odia tanto como odiara a mi padre, sin duda por el gran cariño que él me tenía… Buscaré alivio a mi gran dolor en la naturaleza… Remontaré el río en mi canoa y trataré de hallar la paz que aquí me falta… Después volveré…

Nada dijo la madre; pero la pena se pintó en su rostro moreno. Guairá desató las amarras de su guaviroba, se embarcó en ella, y en un atardecer de verano, se alejó por las aguas del Paraná en busca de alivio para su pena. Navegó varios días, sin noción exacta del lugar adonde deseaba llegar.

Sus ojos, incapaces de gozar de la belleza que lo rodeaba, miraban sin ver. Cuando en un momento de lucidez trató de orientarse, se sorprendió. El lugar donde se hallaba le era completamente desconocido y no sabía qué rumbo tomar.

De pronto creyó ver una figura borrosa, que surgía de entre las plantas de la orilla para desapa­recer de inmediato, luego de haber atraído hacia ese lugar a la frágil canoa.

-¡Es Ñañá taú, que ni siquiera acá, me permite vivir en paz! ¡Su maldad no tiene límites!

Trató de cambiar el rumbo de la canoa volviendo en la dirección que traía al llegar; pero le fue imposible. No pudo hacerla retroce­der a pesar de sus esfuerzos inauditos.

La guaviroba, contra su voluntad, seguía adelante . . .

En un momento Guairá se sintió perdido. Había llegado a un lugar alto, cubierto de rocas erizadas. Volvió a reunir todas sus fuerzas para detener, por lo menos, la embarcación; pero su empeño fue en vano.

La canoa y su ocupante cayeron al vacío seguidos por una gran avalancha de agua que 1os envolvió, arrastrándolos con su empuje arrollador, deshaciéndolos contra las piedras, y cubriendo el grito lanzado por el infeliz Guairá, con el atronador estrépito del torrente despeñándose en el abismo. Así se formó el salto del Guairá, tan peligroso e imponente por ser el producto del odio y del rencor de Ñañá taú, el maléfico genio guaraní.


Vocabulario


CAPIBARA: Carpincho

CURUMÍ: Chiquillo

PAYÉ: Amuleto

GUAYACA: Bolsita donde llevaba el payé.

ÑAÑA YAÚ: Genio o fantasma del mal.

GUAVIROBA: Canoa.

YUCHÁN: Palo borracho


miércoles, 16 de septiembre de 2009

Leyenda "La piedra movediza de Tandil"

Era el principio de los tiempos. El Sol y la Luna eran marido y mujer: dos dioses gigantes, tan buenos y generosos como enormes eran.

El Sol era el dueño de todo el calor y la fuerza del mundo; tanto era su poder que de sólo extender los brazos la tierra se inundaba de luz y de sus dedos prodigiosos brotaba el calor a raudales.

Era el dueño absoluto de la vida y de la muerte.

Ella, la Luna, era blanca y hermosa.

Dueña de la sabiduría y el silencio; de la paz y la dulzura. Ante su presencia todo se aquietaba. Andando por la tierra crearon la llanura: una inmensa extensión que cubrieron de pastos y de flores para hacerla más bella. Y la llanura era una lisa alfombra verde por donde los dioses paseaban con blandos pasos. Luego crearon las lagunas donde el Sol y la Luna se bañaban después de sus largos paseos.

Pero los dioses se cansaron de estar solos: y poblaron de peces las aguas y de otros animales la tierra.¡Qué felices se sentían de verlos saltar y correr por sus dominios! Satisfechos de su obra decidieron regresar al cielo. Entonces fue cuando pensaron que alguien debía cuidar esos preciosos campos: y crearon a sus hijos, los hombres. Ahora ya podían regresar. Muy tristes se pusieron los hombres cuando supieron que sus amados padres los dejarían. Entonces el Sol les dijo:
-Nada debéis temer; ésta es vuestra tierra. Yo enviaré mi luz hasta vosotros, todos los días. Y también mi calor para que la vida no acabe.

Y dijo la Luna:
-Nada debéis temer; yo iluminaré levemente las sombras de la noche y velaré vuestro descanso.

Así pasó el tiempo. Los días y las noches. Era el tiempo feliz. Los indios se sentían protegidos por sus dioses y les bastaba mirar al cielo para saber que ellos estaban siempre allí enviándoles sus maravillosos dones. Adoraban al Sol y la Luna y les ofrecían sus cantos y sus danzas.

Un día vieron que el Sol empezaba a palidecer, cada vez más y más y más... ¿qué pasaba?, ¿qué cosa tan extraña hacía que su sonriente rostro dejara de reír? Algo terrible, pero que no podían explicarse, estaba sucediendo.

Pronto se dieron cuenta que un gigantesco puma alado acosaba por la inmensidad de los cielos al bondadoso Sol.

Y el Dios se debatía entre los zarpazos del terrible animal que quería destruirlo. Los indios no lo pensaron más y se prepararon para defenderlo. Los más valientes y hábiles guerreros se reunieron y empezaron a arrojar sus flechas al intruso que se atrevía a molestar al Sol.

Una, dos, miles y miles de flechas fueron arrojadas, pero no lograban destruir al puma, que, por el contrario, cada vez se ponía más furioso. Por fin uno dio en el blanco y el animal cayó atravesado por la flecha que entraba por el vientre y salía por el lomo. Sí, cayó, pero no muerto. Y allí estaba, extendido y rugiendo; estremeciendo la tierra con sus rugidos. Tan enorme era que nadie se atrevía a acercarse y lo miraban, asustados, desde lejos. En tanto el Sol se fue ocultando poco a poco; había recobrado su aspecto risueño. Los indios le miraban complacidos y él les acariciaba los rostros con la punta de sus tibios dedos. El cielo se tiñó de rojo... se fue poniendo violeta.., violeta. ... y poco a poco llegaron las sombras.

Entonces salió la Luna. Vio al puma allá abajo, tendido y rugiendo. Compadecida quiso acabar con su agonía.

Y empezó a arrojarle piedras para ultimarlo. Tantas y tan enormes que se fueron amontonando sobre el cuerpo hasta cubrirlo totalmente.

Tantas y tan enormes que formaron sobre la llanura una sierra: la Sierra de Tandil. La última piedra que arrojó cayó sobre la punta de la flecha que todavía asomaba y allí se quedó clavada.

Allí quedó enterrado, también, para siempre, el espíritu del mal, que según los indios no podía salir.

Pero cuando el Sol paseaba por los cielos, se estremecía de rabia siempre con el deseo de atacarlo otra vez.

Y al moverse hacía oscilar la piedra suspendida en la punta de la sierra.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Leyenda Guarani "El Chaja"

El anciano Aguará era el Cacique de una tribu guaraní. En su juventud, el valor y la fortaleza lo distinguieron entre todos; pero ahora, débil y enfermo, buscaba el consejo y el apoyo de su única hija, Taca, que con decisión acompañaba al padre en sus tareas de jefe.

Taca manejaba el arco con toda maestría, y en las partidas de caza, a ella correspondían las mejores piezas, constituyendo el trofeo de su arrojo ante el peligro. Todos la admiraban por su destreza y la querían por su bondad. Muchas veces había salvado a la tribu en momentos de peligro, reemplazando al padre que, por la edad y por la salud resentida, estaba incapacitado para hacerlo.

Aparte de todas estas condiciones, Taca era muy bella. De color moreno cobrizo su piel, tenía ojos negros y expresivos, y en su boca, de gesto decidido y enérgico, siempre brillaba una sonrisa. Dos largas trenzas negras le caían a los lados del rostro. Un tipoy cubría su cuerpo hasta los tobillos, y con una faja de colores que los guaraníes llamaban chumbé, lo ceñía a la cintura.

Las madres de la tribu acudían a ella cuando sus hijos se hallaban en peligro, seguras de encontrar el remedio que los salvara. Era la protectora dispuesta siempre a sacrificarse en beneficio de la tribu.

Los jóvenes admiraban su bondad y su belleza, y muchos solicitaron al Cacique el honor de casarse con tan hermosa doncella. Pero Taca rechazaba a todos. Su corazón no le pertenecía.

Ará-Naró, un valiente guerrero que en esos momentos se hallaba cazando en las selvas del norte, era su novio y pensaban casarse cuando él regresara. Entonces el viejo Cacique tendría, en su nuevo hijo, quien lo reemplazase en las tareas de jefe.

La vida de la tribu transcurría serena; pero un día, tres jóvenes: Petig, Carumbé y Pindó, que salieron en busca de miel de lechiguana, volvieron azorados trayendo una horrible noticia. Al llegar al bosque en busca de panales, cada uno de ellos había tomado una dirección distinta. Se hallaban entregados a la tarea, cuando oyeron gritos desgarradores. Era Petig, que, sin tiempo ni armas para defenderse, había sido atacado por un jaguar cebado con carne humana y nada pudieron hacer los compañeros para salvarlo, pues ya era tarde. El jaguar había dado muerte al indio y lo destrozaba con sus garras. Carumbé y Pindó no tuvieron más remedio que huir y ponerse a salvo. Así habían llegado, jadeantes y sudorosos, a dar cuenta de lo sucedido.

Esta noticia causó estupor y miedo en la tribu, pues hasta entonces ningún animal salvaje se había acercado al bosque donde ellos acostumbraban ir a buscar frutos de banano, de algarrobo y de mburucuyá, que les servían de alimento.

Desde ese día no hubo tranquilidad en la tribu. Se tomaron precauciones; pero el jaguar merodeaba continuamente y muchas fueron las víctimas del sanguinario animal.

El Consejo de Ancianos se reunió para tomar una determinación que pusiera fin a semejante amenaza de peligro para todos.

Y decidieron: era necesario dar muerte a quien tantas muertes había producido.

Para conseguirlo, un grupo de valientes debía buscar y hacer frente a la terrible fiera, hasta terminar con ella.

El Cacique aprobó la determinación de los Ancianos. Pidió a los jóvenes de la tribu que quisieran llevar a cabo esta empresa, se presentaran ante él.

Grande fue la sorpresa del jefe cuando vio aparecer en su toldo a un solo muchacho: Pirá-U.

De los demás, ninguno quiso exponer su vida.

Pirá-U sentía gran admiración y un gran reconocimiento hacia el viejo Cacique. En cierta ocasión, hacía muchos años, Aguará había salvado la vida de su padre, de quien era gran amigo. Fue un verdadero acto de heroísmo el cumplido por el valiente Cacique, con peligro de su propia vida.

Desde entonces, nada había que Pirá-U, agradecido, no hiciera por el viejo Aguará. Por eso, ésta era una espléndida oportunidad para demostrarlo. Él sería el encargado de librar a la tribu de tan terrible amenaza. Así fue que Pirá-Ú, sin ayuda de nadie, confiando en su valor y en la fuerza que le prestaba el agradecimiento, partió a cumplir tan temeraria empresa. Gran ansiedad reinó en la tribu al siguiente día. Todos esperaban al valiente muchacho, deseosos de verlo llegar con la piel del feroz enemigo.

Pero las esperanzas se desvanecieron. Pasó ese día y otros más y Pirá-U no regresó.

Había sido una nueva víctima del jaguar. Nuevamente se reunió el Consejo y nuevamente se pidió la ayuda de los jóvenes guerreros. Pero esta vez nadie respondió... nadie se presentó ante el Cacique. Era increíble que ellos que habían dado tantas veces pruebas de valor y de audacia, se mostraran tan cobardes en esta ocasión.

Taca, indignada, reunió al pueblo, y en términos duros y con ademán enérgico, les dijo:

Me avergüenzo de pertenecer a esta tribu de cobardes. Segura estoy de que si Ará-Naró estuviera entre nosotros, él se encargaría de dar muerte al sanguinario animal. Pero en vista de que ninguno de vosotros es capaz de hacerlo, yo iré al bosque y yo traeré su piel. Vergüenza os dará reconocer que una mujer tuvo más valor que vosotros, cobardes!

Así diciendo entró en su toldo. El padre, que se hallaba postrado por la enfermedad, se oponía a que su hija llevara a cabo una empresa tan peligrosa.

- Hija mía -le dijo- tu decisión me honra y me demuestra una vez más que eres digna de tus antepasa­dos. Mi orgullo de padre es muy grande. Te quiero y te admiro; pero la tribu te necesita. Mi salud no me permite ser como antes y sin tu apoyo no podría gobernar.

Padre, los dioses me ayudarán y yo volveré triunfante. Si permitimos que el sanguinario animal continúe con sus desmanes no podremos llegar al bosquecillo en busca de alimentos, y la vida aquí será imposible.

Hija mía; otros deben dar muerte al jaguar. Tú eres necesaria en la tribu y no es muy seguro que te libres de morir entre las garras de la fiera.

Padre... tus súbditos han demostrado ser unos cobardes. Creen que el yaguareté es un enviado de Añá para terminar con nosotros, y temen enfrentarlo. Yo debo salvar a la tribu. ¡Permite que vaya, padre mío!

El anciano tuvo que acceder. Las razones que le daba su hija eran justas y claras ­ y no había otra manera de librarse de enemigo tan cruel.

Y Taca empezó los preparativos para ponerse en viaje ese mismo día al atardecer.

Cuando se disponía a partir, varios jóvenes trajeron la noticia de que los cazadores que partieran hacía una luna, se acercaban. Estaban a corta distancia de los toldos.

Fue para Taca una noticia que la lleno de placer y de esperanza. Entre los cazadores venía Ará-Ñaro, su novio, y él podría acompañarla para dar muerte al jaguar. Impacientes esperaban la llegada de los bravos cazadores, los que se presentaron cargados de innumerables animales muertos, pieles y plumas, conseguidos después de tantos sacrificios y de tantos peligros.

Fueron recibidos con gritos de alegría y de entusiasmo por toda la tribu que se había reunido cerca del toldo del Cacique. Junto a la entrada se encontraba éste con su hija Taca, rodeados por los ancianos del Consejo.

El viejo Aguará saludó con todo cariño a los valientes muchachos, que se apresuraron a poner a sus pies las piezas más hermosas.

- Ará-Naró, después de agasajar al Jefe, se dirigió a Taca, y como una prueba de su gran amor, le ofreció el presente que le tenía dedicado: una colección de las más vistosas y brillantes plumas de aves del paraíso, de tucán, de cisne, de garza y de flamenco. El gozo y la satisfacción se pintaron en el rostro de la doncella, que con una suave sonrisa agradeció el obsequio.

Después... cada uno se retiró a su toldo. Aguará, Taca y Ará-Naró quedaron solos. El sol se había ocultado detrás de los árboles del bosquecillo cercano. Un reflejo rojo y oro teñía las nubes, y como venido de lejos se oyó el grito lastimero del urutaú.

En ese momento, el viejo Cacique comunicó a Ará-Naró la decisión de su hija.

-Hijo mío- le dijo - un jaguar cebado con sangre humana ha hecho muchas víctimas entre nuestro pueblo. El primero fue Petig, que tomado desprevenido, murió deshecho por la fiera. Después Saeyú y otros que, confiados, fueron al bosque en busca de alimentos. Se decidió dar muerte al sanguinario animal; pero Pirá-Ú, encargado de ello, no ha vuelto. Fue, sin duda, una víctima más... Y ahora nadie quiere hacer frente a tan terrible enemigo. Todos le temen creyéndolo un enviado de Añá, imposible de vencer.

Taca, por su parte, ha decidido ser ella quien termine con el jaguar, y piensa partir ahora mismo.

-Taca, eso no es posible- dijo resuelto Ara-Ñaro-. Esa no es empresa para ti. Y los guerreros de nuestra tribu: ¿qué hacen? ¿Cómo permiten que una doncella los aventaje en valor y los reem­place en sus obligaciones?. -Los jóvenes temen a Añá, y no quieren atacar a quien creen su enviado. -Taca, ¡no irás! Seré yo quien dé muerte al jaguar, y su piel será una ofrenda más de mi amor hacia ti.

-No podrá ser, Ará-Ñaró. ¡He dado mi palabra y voy a cumplirla!... Dentro de un instante saldré en busca del jaguar, y cuando vuelva gritaré una vez más su cobardía a los súbditos del valiente Aguará.

-No has de ir sola, Taca. Espera unos instantes y yo te acompañaré.

­ Ya debo partir, Ará-Ñaro; “yahá!”…, “yahá!”…(¡vamos!, ¡vamos!).

Pronto se reunió Ará-Ñaró a su prometida, y cuando la luna envió su luz sobre la tierra, ellos marchaban en pos del enemigo de la tribu. La esperanza de terminar con él los alentaba. Cuando llegaron al bosque, Ará-Ñaró aconsejó prudencìa a su compañera, pero ella, en el deseo de terminar de una vez por todas con el carnívoro, adelantándose, lo animaba:

- “yahá!”…, “yahá!”…

Cerca de un ñandubay se detuvieron. Habían oído un rozamiento en la hierba. Supusieron que el jaguar estaba cerca. Y no se equivocaban. Saliendo de un matorral vieron dos puntos luminosos que parecían despedir fuego. Eran los ojos de la fiera, que buscaba a quienes pretendían hacerle frente. Con paso felino se iba acercando, cuando Ara­Naró, haciendo a un lado a su novia y obligándola á guarecerse detrás de un añoso árbol, se dirigió, decidido, hacia la fiera.

Fueron momentos trágicos los que se sucedieron. ¡El hombre y la fiera luchando por su vida! Ará-Naró era fuerte y valiente, pero el jaguar, con toda fiereza, lanzó un rugido salvaje. Taca, que desde su escondite seguía con ansiedad una lucha tan desigual, se estremeció.

Un zarpazo desgarró el cuello del valiente indio y lo arrojó a tierra. Con él rodó la fiera enfurecida y poderosa.

Taca dio un grito, y de un salto estuvo al lado del animal ensangrentado, que se trabó en pelea con su nueva atacante.

Pero fue en vano. En esa prueba de valientes, ninguno salió triunfante.

Taca, Ará-Ñaró y el jaguar pagaron con su vida el heroísmo que los llevó a la lucha.

Pasaron los días. En la tribu se tuvo el convencimiento de la muerte de los jóvenes prometidos.

-El viejo Cacique, cuya tristeza era cada vez mayor, fue consumiéndose día a día, hasta que Tupá, condolido de su desventura, le quitó la vida.

Todos lloraron al anciano Aguará, que había sido bueno y valiente, y de quien la tribu recibiera tantos beneficios.

Prepararon una gran urna de barro, y después de colocar en ella el cuerpo del Cacique, pusieron sus prendas y, como era costumbre, provisiones de comida y bebida.

En el momento de enterrarlo, en el lugar que le había servido de vivienda, una pareja de aves, hasta entonces desconocidas, hizo su aparición gritando: -- “yahá!”…, “yahá!”…

Eran Taca y Ará-Naró, que convertidos en aves por Tupá, volvían a la tribu de sus hermanos.

Ellos los habían librado del feroz enemigo, y desde ahora serían sus eternos guardianes, encargados de vigilar y dar aviso cuando vieran acercarse algún peligro.

Por eso, el chajá, como le decimos ahora, sigue cumpliendo el designio que le impusiera Tupá, y cuando advierte algo extraño, levanta el vuelo y da el grito de alerta: ; "Yahá!..., " "Yahá!"...

viernes, 4 de septiembre de 2009

Leyenda "La Rosa de Pasión"

Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita.
Mientras me explicaba el misterio de su forma especial, besaba las hojas y los pistilos que iba arrancando uno a uno de la flor que da a su nombre esta leyenda.
Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que tenía en su boca, os conmovería como a mí me conmovió la historia de la infeliz Sara.
Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa tradición se me acuerda en este instante.
I
En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial, empotrada y casi escondida entre la alta torre morisca de una antigua parroquia muzárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa solariega, tenía hace muchos años su habitación raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.
Era este judío rencoroso y vengativo como todos los de su raza, pero más que ninguno engañador e hipócrita.
Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos o guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes del Zocodover las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.
Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás pasó junto a un caballero principal o un canónigo de la primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho a uno de sus habituales parroquianos sin agobiarle a fuerza de humildes salutaciones acompañadas de aduladoras sonrisas.
La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en toda Toledo, y su mansedumbre a prueba de las jugarretas más pesadas y las burlas y rechiflas de sus vecinos, no conocía límites.
Inútilmente los muchachos, para desesperarte, tiraban piedras a su tugurio; en vano los pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo palacio pretendían aburrirle con los nombres más injuriosos o las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el dintel de su puerta como si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía eternamente con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho; y aunque de sus ojos pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna de que se componía su tráfico.
Sobre la puerta de la casucha del judío y dentro de un marco de azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las caladas franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol que lo partía en dos huecos iguales, subía desde el interior de la vivienda una de esas plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos.
En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos vanos de aquel ajimez, único abierto en el musgoso y grieteado paredón de la calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.
Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del judío y veían por casualidad a Sara tras de las celosías de su ajimez morisco y a Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban en alta voz admirados de las perfecciones de la hebrea: -¡Parece mentira que tan ruin tronco haya dado de sí tan hermoso vástago!
Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el punto de luz de su ardiente pupila, como una estrella en el ciclo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos, parecían recortados hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de una hada. Su tez blanca, pálida y transparente como el alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas diez y seis años, y ya se veía grabada en su rostro esa dulce tristeza de las inteligencias precoces y ya hinchaban su seno y se escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo.
Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su maravillosa hermosura, la habían solicitado para esposa; pero la hebrea, insensible a los homenajes de sus adoradores y a los consejos de su padre, que la instaba para que eligiese un compañero antes de quedar sola en el mundo, se mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar más razón de su extraña conducta que el capricho de permanecer libre. Al fin un día, cansado de sufrir los desdenes de Sara y sospechando que su eterna tristeza era indicio cierto de que su corazón abrigaba algún secreto importante, uno de sus adoradores se acercó a Daniel y le dijo:
-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?
El judío levantó un instante los ojos de su yunque, suspendió su continuo martilleo y, sin mostrar la menor emoción, preguntó a su interpelante:
-¿Y qué dicen de ella?
-Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen... qué sé yo... muchas cosas... Entre otras, que tu hija está enamorada de un cristiano...-Al llegar a este punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.
Daniel levantó de nuevo sus ojos, le miró un rato fijamente sin decir palabra, y bajando otra vez la vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:
-¿Y quien dice que eso no es una calumnia?
-Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma calle, mientras tú asistes al oculto sanedrín de nuestros rabinos -insistió el joven hebreo admirado de que sus sospechas primero y después sus afirmaciones no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.
Éste, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en el yunque, sobre el que después de dejar a un lado el martillo se ocupaba en bruñir el broche de metal de una guarnición con una pequeña lima, comenzó a hablar en voz baja y entrecortada, como si maquinalmente fuese repitiendo su labio las ideas que cruzaban por su mente.
-¡Je! ¡je! ¡je! -decía riéndose de una manera extraña y diabólica-. ¿Conque a mi Sara, al orgullo de la tribu, el báculo en que se apoya mi vejez, piensa arrebatármela un perro cristiano?... ¿Y vosotros creéis que lo hará? ¡Je! ¡je! -continuaba siempre hablando para sí y siempre riéndose, mientras la lima chirriaba cada vez con más fuerza, mordiendo el metal con sus dientes de acero-. ¡Je! ¡Je! Pobre Daniel, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué quiere ese viejo moribundo y decrépito esa hija tan hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¡je! ¡je! ¿Crees tú por ventura que Daniel duerme? ¿Crees tú por ventura que si mi hija tiene un amante... que bien puede ser, y ese amante es cristiano y procura seducirla, y la seduce, que todo es posible, y proyecta huir con ella, que también es fácil, y huye mañana, por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo humano, crees tú que Daniel se dejará así arrebatar su tesoro, crees tú que no sabrá vengarse?
-Pero -exclamó interrumpiéndole el joven-, ¿sabéis acaso?...
-Sé -dijo Daniel levantándose y dándole un golpecito en la espalda-, sé más que tú, que nada sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora de decirlo todo... Adiós; avisa a nuestros hermanos para que cuanto antes se reúnan. Esta noche, dentro de una o dos horas, yo estaré con ellos. ¡Adiós!
Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente a su interlocutor hacia la calle, recogió sus trabajos muy despacio y comenzó a cerrar con dobles cerrojos y aldabas la puerta de la tiendecilla.
El ruido que produjo ésta al encajarse rechinando sobre sus premiosos goznes, impidió al que se alejaba oír el rumor de las celosías del ajimez que en aquel punto cayeron de golpe, como si la judía acabara de retirarse de su alféizar.
II
Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño, o referían al amor de la lumbre consejas parecidas a la del Cristo de la Luz, que robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió el crimen, o la historia del Santo Niño de la Guarda, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión de Jesús. Reinaba en la ciudad un silencio profundo: interrumpido a intervalos, ya por las lejanas voces de los guardias nocturnos que en aquella época velaban en derredor del alcázar, ya por los gemidos del viento que hacía girar las veletas de las torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se mecía amarrado a un poste cerca de los molinos, que parecen como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo y sobre las que se asienta la ciudad, vio aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de los muros conducen al río, a una persona a quien al parecer aguardaba con impaciencia.
-¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-. ¡No parece sino que esta noche anda revuelta toda esa endiablada raza de judíos!... ¿Dónde diantres se tendrán dada cita con Satanás, qué todos acuden a mi barca teniendo tan cerca el puente?... No, no irán a nada bueno, cuando así evitan toparse de manos a boca con los hombres de armas de San Servando...; pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros a ganar, y a su alma su palma, que yo en nada entro ni salgo.
Esto diciendo el buen hombre, sentándose en su barca aparejó los remos, y cuando Sara, que no era otra la persona a quien al parecer había aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó la amarra que lo sujetaba y comenzó a bogar en dirección a la orilla opuesta.
-¿Cuántos han pasado esta noche? -preguntó Sara al barquero apenas se hubieron alejado de los molinos y como refiriéndose a algo de que ya habían tratado anteriormente.
-Ni los he podido contar -respondió el interpelado-; ¡un enjambre! Parece que esta noche será la última que se reúnen.
-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad a estas horas?
-Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a alguien que debe de llegar esta noche... Yo no sé para qué le aguardarán, aunque presumo que para nada bueno.
Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes sumida en un profundo silencio y como tratando de coordinar sus ideas. -No hay duda -pensaba entre sí-; mi padre ha sorprendido nuestro amor y prepara alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa adónde van, qué hacen, qué intentan. Un momento de vacilación podría perderle.
Cuando Sara se puso un instante de pie, y como para alejar las horribles dudas que la preocupaban se pasó la mano por la frente, que la angustia había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba a la orilla opuesta.
-Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea arrojando algunas monedas a su conductor y señalando un camino estrecho y tortuoso que subía serpenteando por entre las rocas-, ¿es ese el camino que siguen?
-Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro desaparecen por la izquierda. Después el diablo y ellos sabrán adónde se dirigen -respondió el barquero.
Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado. Durante algunos minutos se le vio aparecer y desaparecer alternativamente entre aquel oscuro laberinto de rocas oscuras y cortadas a pico: después, y cuando hubo llegado a la cima llamada la Cabeza del Moro, su negra silueta se dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y por último desapareció entre las sombras de la noche.
III
Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y como a dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, existían, aún en aquella época los ruinosos restos de una iglesia bizantina, anterior a la conquista de los árabes.
En el atrio que dibujaban algunos pedruscos diseminados por el suelo, crecían zarzales y hierbas parásitas, entre los que yacían medio ocultos, ya el destrozado capitel de una columna, ya un sillar groseramente esculpido con hojas entrelazadas, endriagos horribles y grotescos, e informes figuras humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros laterales y algunos arcos rotos y cubiertos de hiedra.
Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar al punto que le había señalado su conductor, vaciló algunos instantes, indecisa acerca del camino que debía seguir; pero, por último, se dirigió con paso firme y resuelto hacia las abandonadas ruinas de la iglesia.
En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía. Daniel, que no era ya el viejo débil y humilde, sino que antes bien, despidiendo cólera de sus pequeños y redondos ojos, parecía animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud como él, ávida de saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión, estaba allí y parecía multiplicarse dando órdenes a los unos, animando en el trabajo a los otros, disponiendo, en fin, con una horrible solicitud los aprestos necesarios para la consumación de la espantosa obra que había estado meditando días y días mientras golpeaba impasible el yunque en su covacha de Toledo.
Sara, que a favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo que hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de horror al penetrar en su interior con la mirada. Al rojizo resplandor de una fogata que proyectaba la forma de aquel círculo infernal en los muros del templo, había creído ver que algunos hacían esfuerzos por levantar en alto una pesada cruz, mientras otros tejían una corona con las ramas de los zarzales o aplastaban sobre una piedra las puntas de los enormes clavos de hierro. Una idea espantosa cruzó por su mente; recordó que a los de su raza los habían acusado más de una vez de misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del Niño Crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia, inventada por el vulgo para apostrofar y zaherir a los hebreos.
Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante de sus ojos, estaban aquellos horribles instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo aguardaban la víctima.
Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y animada de esa fe inquebrantable en el verdadero Dios que su amante le había revelado, no pudo contenerse a la vista de aquel espectáculo, y rompiendo por entre la maleza que la ocultaba, presentose de improviso en el dintel del templo.
Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa; y Daniel, dando un paso hacia su hija en ademán amenazante, le preguntó con voz ronca: -¿Qué buscas aquí, desdichada?
-Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo Sara con voz firme y resuelta- todo el baldón de vuestra infame obra, y vengo a deciros que en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre; porque el cristiano a quien aguardáis no vendrá, porque yo le he prevenido de vuestras asechanzas.
-¡Sara! -exclamó el judío rugiendo de cólera-, Sara, eso no es verdad; tú no puedes habernos hecho traición hasta el punto de revelar nuestros misteriosos ritos; y si es verdad que los has revelado, tú no eres mi hija...
-No; ya no lo soy: he encontrado otro padre, un padre todo amor para los suyos, un padre a quien vosotros enclavasteis en una afrentosa cruz, y que murió en ella por redimirnos, abriéndonos para una eternidad las puertas del cielo. No; ya no soy vuestra hija, porque soy cristiana y me avergüenzo de mi origen.
Al oír estas palabras, pronunciadas con esa enérgica entereza que sólo pone el cielo en boca de los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre la hermosa hebrea, y derribándola en tierra y asiéndola por los cabellos, la arrastró como poseído de un espíritu infernal hasta el pie de la Cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para recibirla, exclamando al dirigirse a los que les rodeaban:
-Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame, que ha vendido su honra, su religión y a sus hermanos.
IV
Al día siguiente, cuando las campanas de la catedral atronaban los aires tocando a gloria, y los honrados vecinos de Toledo se entretenían en tirar ballestazos a los judas de paja, ni más ni menos que como todavía lo hacen en algunas de nuestras poblaciones, Daniel abrió la puerta de su tenducho, como tenía de costumbre, y con su eterna sonrisa en los labios comenzó a saludar a los que pasaban, sin dejar por eso de golpear en el yunque con su martillito de hierro; pero las celosías del morisco ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio más a la hermosa hebrea recostada en su alféizar de azulejos de colores.
Cuentan que algunos años después un pastor trajo al arzobispo una flor hasta entonces nunca vista, en la cual se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador; flor extraña y misteriosa que había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos muros de la derruida iglesia.
Cavando en aquel lugar y tratando de inquirir el origen de aquella maravilla, añaden que se hallo el esqueleto de una mujer, y enterrados con ella otros tantos atributos divinos como la flor tenía.
El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar de quién era, se conservó por largos años con veneración especial en la ermita de San Pedro el Verde, y la flor, que hoy se ha hecho bastante común, se llama Rosa de Pasión

martes, 1 de septiembre de 2009

El ball dels Diables - El baile de los Diablos

El Ball de Diables, (Baile de diablos) protagonista por excelencia de las fiestas de fuego, hay que considerarlo como una manifestación tradicional dentro del contexto folclórico y popular.
Sus orígenes se pierden en las épocas de oscuridad medieval y entroncan el teatro callejero, tan popular a lo largo de nuestro país en este periodo histórico.

Las primeras noticias escritas según “Joan Amades”, están fechadas del 1150 en Barcelona, con el motivo de la boda de Ramón Berenguer IV con la princesa Peronella. Los anales de la época lo señalaban como una representación de la lucha de unos diablos contra unos ángeles dirigidos por el Arcángel Sant Miquel. Un testimonio, citado en el libro de las Solemnidades de Barcelona y fechado del año 1423 los sitúa en la conmemoración de la llegada del rey Alfonso V de Aragón procedente de Nápoles, El texto hace referencia a la representación de un combate de Sant Miquel y sus ángeles, contra unos diablos capitaneados por Lucifer.

La figura del diablo se encuentra unida a los orígenes de los bailes hablados. Se trata de un personaje que inicialmente no tiene nada que ver con la obra representada, llamada Acto Sacramental, pero que colocándose en medio hace reír con sus actividades, tiene un origen
incierto y su significado levanta controversias, de cualquier manera probable que, en la edad mediana la obra teatral se integraba en el cortejo de la procesión de Corpus. En esa obra se escenifica la lucha del bien y del mal, y donde evidentemente, sale ganando el bien representado por un ángel.

La procesión de Corpus, que había estado el acto ciudadano de mas resonancia representativa, constituyo la integración de toda una serie de elementos dispersos,con tal de dar un fastuoso espectáculo de calle. Durante la procesión se representaban cuadros de la historia sagrada como el clásico enfrentamiento entre el bien y el mal, protagonizado por las figures de Sant Jordi o Sant Miquel y el Drac (Dragón) o Diables. Estas representaciones (inspiradas en entremeses cortesanos) fueron prohibidas por el carácter irreverente que fueron tomando y solo perduraron algunos de sus elementos, como la comparsa de demonios que había acompañado el entremés de el infierno el dragón, los gigantes, la mulasa, el águila, etc. es muy posible que la iglesia englobase el sentido múltiple y el simbolismo de los diferentes animales añadidos a la fiesta eucarística bajo el calificativo genérico de los demonios, y que la simulación de su muerte por parte de Sant Miquel y de los ángeles siempre se escenifica con una gran explosión de fuegos artificiales.

En la tradición del Baile de Diablos se pueden diferenciar tres épocas. Una primera se caracteriza por un papel más protocolario, mientras que a partir de la Guerra del Francés se adopto un papel
más lúdico. Ahora bien, es a partir de la recuperación de fiestas populares de los años ochenta, que esta se vive como un acto plenamente festivo y popular.

En síntesis, el baile de diablos es una representación del bien contra el mal. Actualmente, esta lucha se ha plasmado en una oratoria de versos o parlamentos con una fuerte carga irónica y de
crítica hacia los poderes fácticos locales.


El Conde Arnaldo - El Comte Arnau

Hacia el año 944 se levantaba, entre Ripoll y Campdevánol, la mansión del conde Arnaldo. Era éste un caballero de costumbres licenciosas, una especie de don Juan de la época.

Había en San Juan de las Abadesas un convento, fundado por Vifredo el Velloso, del cual fue primera abadesa la propia hija del conde de Barcelona, llamada Emma. Varias fueron las superioras que se sucedieron, hasta llegar a Adalaiza, como todas las demás, dama de alto linaje y alcurnia.

El conde Arnaldo acertó a ver, en una de sus correrías, a Adalaiza, la abadesa de San Juan, y se enamoró perdidamente de ella, haciéndola objeto de sus asiduidades.

Cuenta la leyenda que el conde llegó a convencer a Adalaiza de que saliera con él de caza por la noche. Salieron, y fueron encontrados sus cuerpos destrozados por los perros, al amanecer del día siguiente.

Desde entonces, todos los años, en la noche del día de Difuntos, el conde Arnaldo se levanta de su tumba y acerca a sus labios el cuerno de caza que lleva colgado del cuello, sobre su pecho.

En el acto, como salidos del fondo de la tierra, aparecen los monteros y sirvientes, que se agrupan junto a él. Acuden también, nerviosos, los perros de la jauría de Arnaldo.

El conde monta a caballo, y todos se precipitan en una loca carrera, atronando los campos, los bosques, los montes y las aldeas con sus gritos, con los ladridos de los perros y el frenético galopar de los caballos.

Es una carrera infernal. Todo lo atropellan: árboles y personas. ¡Desgraciado de aquel que en la noche de Difuntos se cruza con el conde Arnaldo y sus monteros!

Llegan al castillo y se detienen. El conde Arnaldo visita a su viuda. Quiere convencerse de que en el año que ha transcurrido no se ha casado de nuevo. Quiere ver a sus hijas, aun sabiendo que su mujer no lo permitirá, invocando el santo nombre de Dios. Quiere que su caballo coma en su propio establo, pero la condesa sabe que aquel caballo no come más que almas condenadas. La esposa le obliga a salir de nuevo, a abandonar aquella casa que deshonró, y vuelve a empezar la carrera loca, desenfrenada.

Pasan junto a la cueva. El conde Arnaldo se detiene de nuevo y penetra en la cueva. Es el subterráneo que conduce al claustro de San Juan de las Abadesas. Sale, y con él, Adalaiza, que monta en un caballo oscuro y cabalga junto al conde. Se precipitan, furiosos, a la cabeza de los suyos. La luna ilumina la fantástica carrera. De pronto cruza un ciervo, saltando arroyos y barrancos. Tanto corre, que parece que tiene alas. El conde Arnaldo blande su cuchillo de caza y acerca el cuerno a sus labios, llenando el aire de roncos clamores.

Se precipitan los perros; tras de ellos, el conde y Adalaiza. Arnaldo azuza a los perros con la voz, el cuchillo y el látigo. El ciervo desaparece de pronto, como tragado por la tierra. La jauría, furiosa al ver que se le escapa su presa, se revuelve y se lanza sobre Arnaldo y Adalaiza. Huyen a todo correr de sus caballos, y tras ellos los perros, rabiosos, como lobos hambrientos, Es una carrera desenfrenada. Los perros van ganando terreno y alcanzan a los caballos a los que muerden y derriban junto con sus jinetes. Los perros, al ver segura su presa, aúllan como demonios escapados del infierno. El conde y Adalaiza se defienden en vano. Los animales se tiran a ellos como fieras, mordiendo y destrozando. El festín es sangriento, los arrastran por el bosque y no los sueltan hasta dejarlos destrozados. La sangre, mezclada, forma un gran charco en el que beben los perros.

Esta es la cacería nocturna del conde Arnaldo, que según creencia de los antiguos habitantes de los pueblos comprendidos entre Ribes y Puigcerdá, se repite todos los años en la noche del día de Difuntos, cuando asoma la luna.

Leyenda "El Beso"

Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.
Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echose mano de la casa de Consejos; y cuando ésta no pudo contener más gente comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol a Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos, de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.
Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su gente hablando a media voz con otro, también militar a lo que podía colegirse por su traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía seguirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.
-Con verdad -decía el jinete a su acompañante-, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi, casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.
-¿Y qué queréis, mi capitán -contestole el guía, que efectivamente era un sargento aposentador-; en el alcázar no cabe ya un grano de trigo, cuanto más un hombre; de San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares. El convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.
-En fin -exclamó el oficial después de un corto silencio y como resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le deparaba-, más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estamos a cubierto, y algo es algo.
Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes precedidos del guía, siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados de crestas desiguales y oscuras.
-He aquí vuestro alojamiento -exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que, después que hubo mandado hacer alto a la tropa, echó pie a tierra, tomó el farolillo de manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.
Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches.
Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo.
A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del sargento aposentador que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local, mandó echar pie a tierra a su gente, y, hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.
Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada, en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos girones del velo con que lo habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres; escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a la largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.
A cualquiera otro menos molido que el oficial de dragones; el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en alta voz del improvisado cuartel, el metálico golpe de sus espuelas que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.
Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid.
Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo, y poca a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.
A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba, envuelto en los anchos pliegues de su capote a lo largo del pórtico.
II
En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros del arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible.
Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos, no hay para que decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares.
En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monótona quietud de aquellos días eternos e iguales, era acogida con avidez entre los ociosos: así es que la promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas; la noticia del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirlo, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.
Como era de esperar, entre los oficiales que; según tenían de costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de una hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo de colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaba arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.
Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes habían despertado la curiosidad y la gana de conocerle los pormenores que ya habían oído referir acerca de su carácter original y extraño.
Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes rodando de uno en otro asunto la conversación, vino a parar al tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos.
Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto, tenía noticias del mal talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:
-Y a propósito de alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?
-Ha habido de todo -contestó el interpelado-; pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.
-¡Una mujer! -repitió su interlocutor como admirándose de la buena fortuna del recién venido; eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
-Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable el ostracismo -añadió otro de los del grupo.
-¡Oh!, no -dijo entonces el capitán-; nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.
-¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán; y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras mientras él comenzó la historia en estos términos:
-Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo, horrible, un estruendo tal, que me ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.
Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo.
Renegando entre dientes de la campana y del campanero que la toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a coger nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi a una mujer arrodillada junto al altar.
Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán sin atender al efecto que su narración producía, continuó de este modo:
-No podéis figuraros nada semejante, aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.
Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración, sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura, su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era un niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia!
Yo me creía juguete de una alucinación, y sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil.
Antojábaseme, al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.
-Pero...-exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la historia, había concluido interesándose con su relato -¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
-No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni verme, ni oírme.
-¿Era sorda?
-¿Era ciega?
-¿Era muda? -exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.
-Lo era todo a la vez -exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa-, porque era... de mármol.
Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos había en el corro prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que era el único que permanecía callado y en una grave actitud:
-¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millar, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que, a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
-¡Oh!, no... -continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por las carcajadas de sus compañeros-: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en su sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que lo cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un éxtasis de místico amor.
-De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.
-Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura; mas desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego.
-Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres te pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.
-Celoso -se apresuró a decir el capitán-, celoso... de los hombres, no...; mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero... su marido sin duda... Pues bien...: lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necesidad... Si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.
Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.
-Nada, nada; es preciso que la veamos -decían los unos.
-Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión -añadían los otros.
-¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en la iglesia en que os alojáis? -exclamaron los demás.
-Cuando mejor os parezca: esta misma noche si queréis -respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos-. A propósito. Con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de Champagne, verdadero Champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.
-¡Bravo!, ¡bravo! -exclamaron los oficiales a una voz, prorrumpiendo en alegres exclamaciones.
-¡Se beberá vino del país!
-¡Y cantaremos una canción de Ronsard!
-Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.
-Conque... ¡hasta la noche!
¡Hasta la noche!
III
Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las prometidas botellas, que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.
La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un chirrido agudo las veletas de hierro de las torres.
Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste, que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles; y después de cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.
-¡Por quién soy! -exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista-, que el local es de los menos a propósito del mundo para una fiesta.
-Efectivamente -dijo otro-; nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.
-Y, sobre todo, hace un frío, que no parece sino que estamos en la Siberia -añadió un tercero arrebujándose en el capote.
-Calma, señores, calma -interrumpió el anfitrión-; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! -prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes-: busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.
El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña que fue apilando al pie de las gradas del presbiterio, tornó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica; por allá, la imagen de un santo abad, el torso de una mujer o la disforme cabeza de un grifo asomado entre hojarascas.
A los pocos minutos, una gran claridad que de improviso se derramó por todo el ámbito de la iglesia anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.
El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose a los convidados:
Si gustáis, pasaremos al buffet.
Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita.
-Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.
Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios.
En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio, con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella, que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.
-En verdad que es un ángel -exclamó uno de ellos.
-¡Lástima que sea de mármol! -añadió otro.
-No hay duda que, aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.
-¿Y no sabéis quién es ella? -preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.
-Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido a duras penas, descifrar la inscripción de la tumba -contestó el interpelado-; y, a lo que he podido colegir, pertenece a un título de Castilla; famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama Doña Elvira de Castañeda, y por mi fe que, si la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su siglo.
Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista el principal objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas y, sentándose alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.
A medida que las libaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso Champagne comenzaba a trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito adosados a los pilares los cascos de las botellas vacías, y aquellos cantaban a toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de aplauso o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.
El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos de la estatua de doña Elvira.
Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera, y a través del confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real, parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con más fuerza que sus mejillas se coloreaban, en fin, como si se ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante espectáculo.
Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido y, presentándole una copa, exclamaron en coro:
-¡Vamos, brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!
El joven tomó la copa y, poniéndose de pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira:
-¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer en su misma tumba a un vencedor de Ceriñola!
Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio algunos pasos hacia el sepulcro.
-No... -prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida propia de la embriaguez-, no creas que te tengo rencor alguno porque veo en ti un rival...; al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de soldado..., no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas...: ¡toma!
Y esto diciendo llevose la copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía, le arrojó el resto a la cara prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.
-¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba- cuidado con lo que hacéis... Mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que aconteció a los húsares del 5.º en el monasterio de Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito, y dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.
Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia; pero el capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:
-¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca?... ¡Oh!... ¡no!.... yo no creo, como vosotros, que esas estatuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente el artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña; vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.
-¡Magnífico! -exclamaron sus camaradas-, bebe y prosigue.
El oficial bebió, y, fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con una exaltación creciente:
-¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes?... ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz color de rosa?... ¿Queréis más vida?... ¿Queréis más realidad?...
-¡Oh!, sí, seguramente -dijo uno de los que le escuchaban-; quisiéramos que fuese de carne y hueso.
-¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!... -exclamó el capitán-. Yo he sentido en una orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirviente como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo y besar nieve... nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol.... una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un beso... sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
-¡Capitán! -exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros-, ¿qué locura vais a hacer? ¡Basta de broma y dejad en paz a los muertos!
El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximose a la estatua; pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.
Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.
En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra.