martes, 1 de septiembre de 2009

El Conde Arnaldo - El Comte Arnau

Hacia el año 944 se levantaba, entre Ripoll y Campdevánol, la mansión del conde Arnaldo. Era éste un caballero de costumbres licenciosas, una especie de don Juan de la época.

Había en San Juan de las Abadesas un convento, fundado por Vifredo el Velloso, del cual fue primera abadesa la propia hija del conde de Barcelona, llamada Emma. Varias fueron las superioras que se sucedieron, hasta llegar a Adalaiza, como todas las demás, dama de alto linaje y alcurnia.

El conde Arnaldo acertó a ver, en una de sus correrías, a Adalaiza, la abadesa de San Juan, y se enamoró perdidamente de ella, haciéndola objeto de sus asiduidades.

Cuenta la leyenda que el conde llegó a convencer a Adalaiza de que saliera con él de caza por la noche. Salieron, y fueron encontrados sus cuerpos destrozados por los perros, al amanecer del día siguiente.

Desde entonces, todos los años, en la noche del día de Difuntos, el conde Arnaldo se levanta de su tumba y acerca a sus labios el cuerno de caza que lleva colgado del cuello, sobre su pecho.

En el acto, como salidos del fondo de la tierra, aparecen los monteros y sirvientes, que se agrupan junto a él. Acuden también, nerviosos, los perros de la jauría de Arnaldo.

El conde monta a caballo, y todos se precipitan en una loca carrera, atronando los campos, los bosques, los montes y las aldeas con sus gritos, con los ladridos de los perros y el frenético galopar de los caballos.

Es una carrera infernal. Todo lo atropellan: árboles y personas. ¡Desgraciado de aquel que en la noche de Difuntos se cruza con el conde Arnaldo y sus monteros!

Llegan al castillo y se detienen. El conde Arnaldo visita a su viuda. Quiere convencerse de que en el año que ha transcurrido no se ha casado de nuevo. Quiere ver a sus hijas, aun sabiendo que su mujer no lo permitirá, invocando el santo nombre de Dios. Quiere que su caballo coma en su propio establo, pero la condesa sabe que aquel caballo no come más que almas condenadas. La esposa le obliga a salir de nuevo, a abandonar aquella casa que deshonró, y vuelve a empezar la carrera loca, desenfrenada.

Pasan junto a la cueva. El conde Arnaldo se detiene de nuevo y penetra en la cueva. Es el subterráneo que conduce al claustro de San Juan de las Abadesas. Sale, y con él, Adalaiza, que monta en un caballo oscuro y cabalga junto al conde. Se precipitan, furiosos, a la cabeza de los suyos. La luna ilumina la fantástica carrera. De pronto cruza un ciervo, saltando arroyos y barrancos. Tanto corre, que parece que tiene alas. El conde Arnaldo blande su cuchillo de caza y acerca el cuerno a sus labios, llenando el aire de roncos clamores.

Se precipitan los perros; tras de ellos, el conde y Adalaiza. Arnaldo azuza a los perros con la voz, el cuchillo y el látigo. El ciervo desaparece de pronto, como tragado por la tierra. La jauría, furiosa al ver que se le escapa su presa, se revuelve y se lanza sobre Arnaldo y Adalaiza. Huyen a todo correr de sus caballos, y tras ellos los perros, rabiosos, como lobos hambrientos, Es una carrera desenfrenada. Los perros van ganando terreno y alcanzan a los caballos a los que muerden y derriban junto con sus jinetes. Los perros, al ver segura su presa, aúllan como demonios escapados del infierno. El conde y Adalaiza se defienden en vano. Los animales se tiran a ellos como fieras, mordiendo y destrozando. El festín es sangriento, los arrastran por el bosque y no los sueltan hasta dejarlos destrozados. La sangre, mezclada, forma un gran charco en el que beben los perros.

Esta es la cacería nocturna del conde Arnaldo, que según creencia de los antiguos habitantes de los pueblos comprendidos entre Ribes y Puigcerdá, se repite todos los años en la noche del día de Difuntos, cuando asoma la luna.

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