A Juan lo conocí una larga tarde de verano. El calor adentro era insoportable, pero afuera una leve brisa mecía perezosamente las hojas adormecidas de los árboles. Arrecostado en una hamaca en el porche delantero de mi casa, mi vista se perdía en el infinito mientras intentaba sin esfuerzo descifrar las formas irregulares de unas pocas nubes, blancas y estáticas.
En esa tarde remota sentía vivamente la eternidad. Sabía que el mundo era eterno, que había tiempo para todo, que viviría para siempre. No sé cuántos minutos u horas había estado escudriñando nubes cuando me despabiló el grito de un vendedor ambulante en el portón.
—¡Cuajada, cuajada! Cipote, andá vé si tu mamá va a querer cuajada.
—Mire, ella no está, pero ¿a cómo la da?
—A daime.
—Pues entonces deme una.
Me levanté buscándome los únicos veinte centavos que tenía. Al acercarme noté los surcos profundos que recorrían su cara gastada. Antes de irse, sus oscuros ojos impenetrables me miraron con un cansancio infinito, y me dijo, "Bueno, decile a tu mamá que vua pasar el viernes a ver si quiere cuajada".
La cuajada estaba fría y despedía un olor dulce y fresco. Presurosamente desenvolví las hojas de guineo. Era tan blanca como las nubes. Luego de calentar unas tortillas en la cocina, me dí un festín rapaz en la hamaca comiendo nube y deseando haber tenido otro daime.
El viernes me enteré que el señor de la cuajada se llamaba Juan. Esta vez mi mamá me había dejado dos lempiras para él. Me imaginé su amplia sonrisa desdentada cuando le anunciara la fortuna que le iba a comprar de cuajada, pero su rostro permaneció inmutable como si lo supiera de antemano, como si nada pudiera sorprender su vida escrita.
Pasaron los años y Juan siguió llegando, cada vez más viejo y desgastado que cuando lo conocí. Su espalda se doblaba bajo el peso de la caja repleta de cuajadas. De tanto sol, su piel se había vuelto metálica y oscura como oro sucio. Aprendí a saludarlo en su idioma enigmático con palabras que sonaban a canto de la selva. Creo que le caía bien porque a veces me regalaba una bolita de cuajada la cual yo aceptaba con cierta renuencia porque sabía que me daba de lo poco que tenía. Si intentaba pagársela me decía, "entonces no sería un regalo" .
Un día quise pagarle sus tantos regalos con un regalo propio. Conocía sus tristes sandalias remendadas y decidí comprarle un buen par de sandalias nuevas en el mercado. El día que se las di fue uno de los pocos en que lo vi sonreir. "Con éstas voy a poder hacer el recorrido volando", me dijo.
El siguiente viernes Juan no llegó. Mi familia se quedó con las ganas de comer cuajada fresca y yo recordé la vez en que me contó que había soñado que él era un zorzal. El próximo viernes salí a recibirlo cuando oí sus gritos lejanos anunciando la cuajada pero, en vez de él, venía un muchacho flaco con la caja de cuajadas a cuestas. Traía puestas las sandalias nuevas de Juan.
En esa tarde remota sentía vivamente la eternidad. Sabía que el mundo era eterno, que había tiempo para todo, que viviría para siempre. No sé cuántos minutos u horas había estado escudriñando nubes cuando me despabiló el grito de un vendedor ambulante en el portón.
—¡Cuajada, cuajada! Cipote, andá vé si tu mamá va a querer cuajada.
—Mire, ella no está, pero ¿a cómo la da?
—A daime.
—Pues entonces deme una.
Me levanté buscándome los únicos veinte centavos que tenía. Al acercarme noté los surcos profundos que recorrían su cara gastada. Antes de irse, sus oscuros ojos impenetrables me miraron con un cansancio infinito, y me dijo, "Bueno, decile a tu mamá que vua pasar el viernes a ver si quiere cuajada".
La cuajada estaba fría y despedía un olor dulce y fresco. Presurosamente desenvolví las hojas de guineo. Era tan blanca como las nubes. Luego de calentar unas tortillas en la cocina, me dí un festín rapaz en la hamaca comiendo nube y deseando haber tenido otro daime.
El viernes me enteré que el señor de la cuajada se llamaba Juan. Esta vez mi mamá me había dejado dos lempiras para él. Me imaginé su amplia sonrisa desdentada cuando le anunciara la fortuna que le iba a comprar de cuajada, pero su rostro permaneció inmutable como si lo supiera de antemano, como si nada pudiera sorprender su vida escrita.
Pasaron los años y Juan siguió llegando, cada vez más viejo y desgastado que cuando lo conocí. Su espalda se doblaba bajo el peso de la caja repleta de cuajadas. De tanto sol, su piel se había vuelto metálica y oscura como oro sucio. Aprendí a saludarlo en su idioma enigmático con palabras que sonaban a canto de la selva. Creo que le caía bien porque a veces me regalaba una bolita de cuajada la cual yo aceptaba con cierta renuencia porque sabía que me daba de lo poco que tenía. Si intentaba pagársela me decía, "entonces no sería un regalo" .
Un día quise pagarle sus tantos regalos con un regalo propio. Conocía sus tristes sandalias remendadas y decidí comprarle un buen par de sandalias nuevas en el mercado. El día que se las di fue uno de los pocos en que lo vi sonreir. "Con éstas voy a poder hacer el recorrido volando", me dijo.
El siguiente viernes Juan no llegó. Mi familia se quedó con las ganas de comer cuajada fresca y yo recordé la vez en que me contó que había soñado que él era un zorzal. El próximo viernes salí a recibirlo cuando oí sus gritos lejanos anunciando la cuajada pero, en vez de él, venía un muchacho flaco con la caja de cuajadas a cuestas. Traía puestas las sandalias nuevas de Juan.
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